Es un círculo vicioso. Ocurre un atentado de gran magnitud en la Cachemira administrada por India o en algún lugar de ese país, y automáticamente Nueva Delhi culpa a Pakistán de haberlo patrocinado.
Las acusaciones de India siempre vienen seguidas de medidas punitivas, tanto diplomáticas como militares, contra Islamabad, mientras los políticos del país de 1.460 millones de habitantes prometen llevar a los perpetradores del ataque y a sus supuestos patrocinadores ante la justicia. Pakistán, con 250 millones de habitantes, responde con firmeza y replica las medidas golpe por golpe.
El resultado: los dos rivales nucleares del sur de Asia se acercan peligrosamente a un conflicto militar total, hasta que los apresurados esfuerzos diplomáticos de países aliados logran evitar una confrontación a gran escala.
Este ha sido el patrón de relaciones entre Pakistán e India durante más de dos décadas, provocando enfrentamientos militares, escaramuzas fronterizas e incluso ataques aéreos transfronterizos.
Pero desde que el gobierno nacionalista hindú de línea dura, en cabeza del primer ministro Narendra Modi, llegó al poder en 2014, la frecuencia e intensidad de estas tensiones no ha hecho más que aumentar.
El Gobierno de Modi no solo se retiró de las conversaciones bilaterales en 2016 tras un ataque en Uri, sino que además, con el objetivo de ejercer presión sobre Pakistán, se aseguró de que no se organizaran series bilaterales de críquet entre ambos países, fanáticos de este deporte. India no ha visitado Pakistán para una serie bilateral desde 2006, y Pakistán viajó por última vez a India en 2012-2013.
Fue el atentado de Mumbai en 2008 y los posteriores episodios de violencia en la Cachemira administrada por India los que llevaron a la suspensión total del diálogo bilateral y del críquet entre ambas naciones.
En repetidas ocasiones, Pakistán ha pedido reanudar las conversaciones y separar la política del deporte. Pero la India de Modi se ha mantenido inflexible, sosteniendo que no habrá diálogo ni normalización deportiva mientras Pakistán siga respaldando lo que Nueva Delhi califica como terrorismo.
La reciente escalada
El pasado 22 de abril, un ataque en el pintoresco valle turístico de Baisaran, cerca de Pahalgam, en la disputada región himalaya administrada por India, volvió a empujar a ambos países al borde de la guerra.
Cinco hombres armados pertenecientes a un grupo poco conocido, el Frente de Resistencia, perpetraron un ataque que dejó 26 muertos: 24 turistas hindúes, un cristiano y un guía turístico musulmán local.
Y, como en ocasiones anteriores, los medios de comunicación indios no tardaron en culpar a Pakistán sin presentar pruebas, mientras Nueva Delhi anunciaba una serie de medidas que agravan aún más la distancia entre ambos países.
Hasta el momento, las medidas incluyen una nueva reducción de relaciones diplomáticas, la suspensión del comercio bilateral y, en una decisión inédita y altamente peligrosa, la interrupción del Tratado de Aguas del Indo de 1960 —garantizado por el Banco Mundial—, que regula el reparto de seis ríos de la cuenca del Indo entre ambos países.
Pakistán respondió en una medida de ojo por ojo: también redujo las relaciones diplomáticas, bloqueó el comercio e impidió que aerolíneas indias usen su espacio aéreo.
Islamabad advirtió que cualquier intento de Nueva Delhi por bloquear el flujo de los ríos será considerado un “acto de guerra” y recibirá una respuesta contundente.
Ahora, el mundo contiene la respiración ante la posibilidad de que India lance ataques terrestres o aéreos sobre Pakistán o sobre la Cachemira que administra, mientras Islamabad promete responder con toda su fuerza a cualquier agresión.
Las potencias mundiales, incluidos altos funcionarios de Estados Unidos, están en contacto con los líderes de ambos países para calmar la situación. Rusia, China, Irán y varias naciones clave Oriente Medio han pedido moderación y la resolución pacífica del conflicto.
De Pulwama a Pahalgam
La tensión actual por el incidente en Pahalgam recuerda lo que ocurrió en 2019, cuando ambos países estuvieron al borde de la guerra tras un atentado suicida contra vehículos de la Fuerza de Policía de Reserva Central en el distrito de Pulwama, que mató alrededor de 40 agentes.
En ese momento, India culpó al grupo Jaish-e-Mohammed, radicado en Pakistán, aunque luego se supo que el atacante suicida era un joven cachemir local, Adil Ahmad Dar.
Las acusaciones de Nueva Delhi llegaron acompañadas de un ataque aéreo sobre una zona despoblada de Balakot, en el norte de Pakistán. Aunque India afirmó haber destruido un campamento militante, las evidencias contradijeron esta versión.
La Fuerza Aérea de Pakistán reaccionó en cuestión de horas y, como gesto simbólico, lanzó bombas cerca de posiciones militares indias en la línea de control de Cachemira.
En la confrontación aérea que siguió, Pakistán derribó al menos un avión de combate indio. Sin embargo, el ejército paquistaní afirma haber derribado dos.
Otros episodios similares ocurrieron tras los ataques a la base aérea india de Pathankot en enero de 2016 y a la brigada militar en Uri en septiembre del mismo año.
Incluso si los esfuerzos diplomáticos logran desescalar esta nueva crisis, siempre existe el riesgo de que un pequeño grupo armado vuelva a desencadenar otro enfrentamiento en el sur de Asia con un ataque dirigido a personal de seguridad o civiles indios.
Según la lógica de India, parece que Nueva Delhi ha delegado en Pakistán la responsabilidad de garantizar la paz en su territorio y en la Cachemira bajo su control, una de las regiones más militarizadas del mundo.
Por tanto, además de medidas de contención, es imprescindible abordar la raíz del conflicto entre ambas naciones.
El peso de la historia
Pakistán sostiene que, en lugar de culparlo, India debería mirar hacia adentro y preguntarse qué originó la insurgencia armada en la Cachemira bajo su control, donde la ONU prometió en 1948 un referéndum para que los cachemires decidieran si querían unirse a India o Pakistán. Esa promesa aún no se ha cumplido.
Cachemira, la única región de mayoría musulmana en India, ya ha sido motivo de dos guerras (en 1948 y 1965), y de un conflicto limitado en las alturas de Kargil en 1999.
Desde 1989, una sangrienta insurgencia ha dejado miles de muertos. Aunque los ataques han disminuido en los últimos años, la región sigue siendo inestable, y Nueva Delhi recurre a una represión brutal para mantener el control.
Con miles de cachemires encarcelados, las fuerzas indias han sido acusadas de violaciones de derechos humanos, incluidos tortura, ejecuciones extrajudiciales y violencia sexual.
El 5 de agosto de 2019, el Gobierno de Modi cambió unilateralmente el estatus constitucional de Cachemira al abolir los artículos 370 y 35-A, que otorgaban una limitada autonomía al territorio.
Al violar sus propias garantías constitucionales, las resoluciones de la ONU y los acuerdos bilaterales con Pakistán, India convirtió esta región en disputa en parte de su territorio, en medio de una creciente opresión estatal y una serie de medidas regresivas que incluyeron una nueva ronda de arrestos y represión contra trabajadores políticos y la oposición, además de restricciones a los medios de comunicación e enternet.
Los cambios constitucionales también permitieron a Nueva Delhi tomar medidas que eventualmente cambiarían la demografía de Cachemira, lo que generó temores entre los musulmanes cachemires de que se convertirían en una minoría en su propia tierra.
Antes, los no cachemires no podían comprar propiedades ni votar en la región. Tras la enmienda de 2019 eso cambió.
Varios grupos internacionales de derechos humanos reconocen que la represión del Estado indio ha aumentado en la Cachemira que administra tras estas enmiendas constitucionales unilaterales del 5 de agosto de 2019.
Sin un camino claro
Pakistán afirma que, al destruir el statu quo, India hizo imposible mantener relaciones diplomáticas normales. El entonces gobierno de Imran Khan redujo los lazos con India y declaró que no reanudaría conversaciones hasta que se reviertan las medidas constitucionales de 2019.
El actual gobierno de Shehbaz Sharif ha mantenido esa postura, pese a presiones internas de empresarios y políticos para normalizar relaciones comerciales.
Incluso los sectores pacifistas en Pakistán reconocen que hay poco margen para el diálogo, ya que en India no hay receptividad. Nueva Delhi ni siquiera acepta conversaciones sin condiciones.
La diplomacia coercitiva de Modi le ha dado réditos políticos, pues el discurso anti-Pakistán y antimusulmán tiene peso en la política interna india. Mientras en Pakistán las relaciones con India apenas aparecen en la agenda de campaña, en Nueva Delhi el discurso hostil contra Islamabad es habitual en tiempos electorales.
Para el Gobierno de Modi, presionar a un Pakistán dividido políticamente y débil económicamente parece más rentable que dialogar.
Aun así, la mayoría de los partidos paquistaníes han cerrado filas ante el desafío de India. Incluso el opositor PTI ha declarado que apoyará al Ejército si Nueva Delhi ataca, aunque se mantiene distante del gobierno actual.
En resumen, aunque la crisis de Pahalgam logre evitarse, India y Pakistán seguirán en una postura de confrontación debido a sus “principios” y a necesidades internas. Ninguno puede permitirse “parpadear primero”.
Por ahora, un periodo de “paz fría” parece la única opción viable, hasta que ambas partes, junto con los cachemires, encuentren una solución aceptable, en línea con las resoluciones de la ONU.