Estados Unidos ha bombardeado tres instalaciones nucleares clave iraníes —Fordow, Isfahán y Natanz—, intensificando aún más el conflicto entre Israel e Irán. En un mensaje a la nación, el presidente Donald Trump aseguró que los ataques “destruyeron” completamente esas infraestructuras y advirtió que se tomarán nuevas medidas si Teherán no opta por la vía diplomática.
Este acontecimiento que involucra a Estados Unidos se produjo tras una semana de enfrentamientos entre Israel e Irán, entrando en su fase más preocupante mientras se intensifican las tensiones en Oriente Medio.
Mientras que Israel ha presentado los ataques que inició el 13 de junio como esenciales para frenar las ambiciones nucleares de Irán, Teherán los considera una amenaza que atenta contra su soberanía.
En medio de este escenario, los países árabes del Golfo se encuentran atrapados en una delicada encrucijada geopolítica, que navegan ahora por un delicado y peligroso triángulo entre Irán, Israel y Estados Unidos. Mientras Teherán analiza sus próximos movimientos, con bases militares estadounidenses y una infraestructura energética crítica en su territorio, las capitales del Golfo temen convertirse en objetivos de represalias iraníes.
Mientras, la advertencia de un bloqueo al estrecho de Ormuz —por donde circula cerca de un tercio del petróleo marítimo mundial— vuelve a tomar protagonismo, elevando no sólo las alarmas de seguridad sino también las preocupaciones económicas globales.
A esto se suma una amenaza menos visible pero igualmente inquietante: un posible ataque contra el reactor nuclear de Bushehr podría desencadenar una fuga radiactiva catastrófica, contaminando las aguas del Golfo y dañando las plantas desalinizadoras de las que dependen millones de personas.
En una región ya marcada por profundas tensiones políticas, una crisis ecológica de este tipo además de superar las fronteras nacionales, puede agudizar aún más las fracturas regionales.
Durante los años de Barack Obama, las países del Golfo observaron con inquietud cómo la posibilidad de un acercamiento entre Estados Unidos e Irán amenazaba con relegarlas a una posición estratégica secundaria. Hoy, bajo la administración de Donald Trump, el temor ya no es el de la marginación, sino el de convertirse en actores involuntarios de un conflicto que escapa a su control.
Tras los ataques recientes en Irán, el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) emitió comunicados conjuntos condenando la violación de la soberanía iraní, una postura diplomática unificada que refleja la creciente inquietud regional. Sin embargo, llamó la atención la casi total ausencia de referencias al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), lo que evidencia la sensibilidad del tema y la dificultad para abordar públicamente las cuestiones nucleares en este contexto de escalada.
Qatar pidió moderación y un retorno inmediato a la vía diplomática, mientras Omán e Iraq (este último como observador del CCG) han adoptado un rol que un diplomático de Occidente describió como “neutrales proiraníes”. Es decir, mantienen una neutralidad formal, pero se inclinan diplomáticamente hacia Teherán. Omán, que recientemente medió en conversaciones entre Washington y Teherán, condenó los ataques, mientras que Bahréin, en cambio, hizo un llamamiento al diálogo regional para evitar un conflicto más amplio.
Al contrario de Qatar e Iraq, son considerados “neutrales proisraelíes” Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y, en menor medida, Kuwait: Naciones cuyos intereses de seguridad convergen cada vez más con los de Israel y Estados Unidos, pese a sus llamados públicos a la distensión.
Pese a ello, Arabia Saudí condenó la violación de la soberanía iraní y urgió a la comunidad internacional a buscar una solución política. El Ministerio de Relaciones Exteriores saudí expresó recientemente su esperanza de que las conversaciones fortalezcan “la paz en la región”.
Detrás del discurso diplomático unificado vuelven a aflorar fracturas internas. Aunque todos los miembros del CCG proclaman ser neutrales, diplomáticos y analistas advierten que sus posturas individuales difieren de forma sutil pero significativa.
Fracturas detrás del frente común
Durante la última década, varios países del CCG han optado por estrategias de diversificación, apostando por un doble juego: mantener el vínculo con Estados Unidos mientras amplían sus márgenes de maniobra con Irán.
Omán ha ejercido el papel de mediador confiable entre Washington y Teherán; Qatar ha sabido capitalizar su rol estratégico en los yacimientos marítimos de gas y petróleo; Kuwait ha preservado una postura de vecino pacífico sin conflictos históricos; y Emiratos Árabes Unidos, si bien mantiene tensiones, actúa como un importante canal económico en la región.
Sin embargo, una escalada mayor por parte de Irán —especialmente si pone en peligro las bases militares estadounidenses o la infraestructura energética del Golfo— podría revertir rápidamente el rumbo actual y devolver a la región al tutelaje directo del poder militar estadounidense.
Este momento de máxima tensión podría conducir al Golfo hacia dos futuros radicalmente opuestos.
El escenario más optimista contempla un giro hacia una diplomacia regional más profunda, con los países del Consejo de Cooperación del Golfo asumiendo un papel activo como mediadores para contener el conflicto. Tras haber invertido miles de millones en diversificar sus economías y garantizar la seguridad de sus exportaciones energéticas, los países del Golfo comprenden que una guerra sostenida amenaza directamente sus intereses vitales.
La estabilidad de los precios del petróleo, la protección de la infraestructura costera y marina, y la libre navegación por el estratégico estrecho de Ormuz son prioridades críticas. Según fuentes diplomáticas, tanto Qatar como Emiratos Árabes Unidos estarían ofreciendo incentivos económicos y diplomáticos a Irán —como alivio frente a entidades sancionadas por EE.UU. o facilidades comerciales y de inversión— para mantener abierto el estrecho y evitar una desestabilización mayor.
El otro camino es más sombrío: una espiral de represalias que obligue a los países del Golfo a reforzar sus vínculos militares con Estados Unidos, a pesar de su histórica ambivalencia.
Los países del Golfo, en particular Arabia Saudí y Emiratos, han mantenido canales discretos de diálogo con Irán para aliviar tensiones y evitar una escalada regional. Abu Dabi ha facilitado contactos tempranos entre Washington y Teherán, mientras que Riad ha tratado de ofrecer garantías de seguridad a Irán. Arabia Saudí incluso estaría dispuesta a hacer ciertas concesiones sobre el programa nuclear iraní a cambio del respaldo estadounidense a sus propias ambiciones nucleares civiles.
El impulso del CCG para involucrar a Naciones Unidas en la contención del conflicto refleja su preferencia por una mediación multilateral que frene la escalada. Con proyectos de desarrollo regional e iniciativas de diversificación económica en juego, la prioridad absoluta de los países del Golfo sigue siendo la desescalada, más allá de cualquier respaldo velado a retrocesos tácticos de Irán.
El precedente iraní: represalias estratégicas
No sería la primera vez que la región asiste a un juego de represalias calculadas por parte de Teherán. Las respuestas iraníes han demostrado ser selectivas y simbólicas, orientadas a golpear objetivos que reflejen el origen —y no solo la proximidad— de la agresión.
El año pasado, por ejemplo, Irán lanzó misiles contra la base aérea israelí de Nevatim tanto en abril como en octubre, en respuesta al bombardeo de su embajada en Damasco y al asesinato en Teherán de un alto comandante de la Guardia Revolucionaria.
Ese patrón sugiere que, si Irán responde ahora, lo hará con precisión y un claro mensaje político, reavivando las alarmas de un conflicto de alcance regional, pero sin renunciar al cálculo estratégico.
En 2022 y 2023, fuerzas iraníes atacaron presuntas instalaciones del Mossad en el norte de Iraq, en represalia por operaciones de sabotaje dentro de Irán.
Tras el asesinato del general iraní Qassem Soleimani por parte de Estados Unidos en 2020, Teherán respondió con el lanzamiento de misiles balísticos contra las bases aéreas de Ain Al-Asad y Al-Tayi, ambas con presencia de tropas estadounidenses en territorio iraquí.
Un año antes, en 2019, drones hutíes —presuntamente suministrados por Irán— llevaron a cabo un ataque sin precedentes contra la petrolera saudí Aramco, paralizando temporalmente la mitad de la producción de crudo del reino. Ese mismo año, drones no identificados atacaron las inmediaciones del puerto emiratí de Fujairah, un recordatorio de que en el Golfo a menudo las escaladas trascienden fronteras y pueden impactar a terceros sin previo aviso.
Desde 2017, Irán ha adoptado una doctrina de represalia estratégica, orientada a castigar directamente los puntos de origen de los ataques contra sus intereses. Su primer uso abierto de misiles balísticos fue contra posiciones de la organización terrorista ISIS (Daesh) en Siria. A esto le siguieron ataques a bases de Ain Al-Asad y Al-Tayi en Iraq, desde donde se habría lanzado el dron que mató a Soleimani.
Sin embargo, todo indica que esta vez Teherán evitará atacar directamente las bases estadounidenses ubicadas dentro del Golfo. Según reportes actuales, los bombardeos más recientes contra Irán fueron lanzados desde un submarino estadounidense en el mar Arábigo y desde la isla Diego García, ambos puntos fuera de la jurisdicción directa del CCG.
Aun así, el riesgo de que los países del Golfo se vean arrastrados al conflicto sigue siendo alarmantemente real. Ya sea a través de ataques directos, sabotaje cibernético, repercusiones políticas o disrupciones en el mercado energético global, la región enfrenta un escenario de alta vulnerabilidad. El CCG ha cerrado filas, mostrando una unidad poco habitual.
Qué país del Golfo resulta más expuesto depende, en gran medida, de la forma en que Irán adopte una eventual represalia y de si Washington decide escalar más el conflicto. Bahréin aparece como especialmente vulnerable, tanto por su reducido tamaño como por albergar una importante base aérea estadounidense. Iraq, aunque no es miembro del CCG, sigue siendo un blanco accesible para Irán, tanto de forma directa como mediante grupos aliados.
Arabia Saudí, por su parte, podría volver a ser blanco de ataques si Irán decide alentar a los hutíes a atacar infraestructuras energéticas clave, como las instalaciones de Aramco, repitiendo patrones del pasado.
En el complejo tablero de poder de Oriente Medio, la neutralidad no sólo es cada vez más difícil de mantener, sino cada vez más riesgosa si se calcula mal.