GENOCIDIO EN GAZA
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Gaza nos obliga a preguntar: ¿qué duelo está permitido expresar en público?
La ofensiva genocida de Israel contra los palestinos no es solo una crisis humanitaria. Es el reflejo de un mundo donde se castiga la empatía y se politiza la justicia. La verdad oculta detrás del “secuestro” que denunció Greta Thunberg.
Gaza nos obliga a preguntar: ¿qué duelo está permitido expresar en público?
Protesta en solidaridad con los palestinos en Gaza, en Santiago / Reuters
hace 7 horas

El 9 de junio, fuerzas israelíes interceptaron el Madleen, un barco civil con destino a Gaza, en aguas internacionales. La embarcación, parte de la Flotilla de la Libertad, transportaba ayuda médica y activistas pacíficos que protestaban contra el asedio de Israel sobre Gaza. Entre ellos se encontraba Greta Thunberg, quien transmitió en vivo el suceso y lo describió como un “secuestro”. La incautación del barco no solo violó normas marítimas, fue visto como un mensaje.

Según la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS), atacar un barco civil en aguas internacionales equivale a piratería. Sin embargo, no hubo ninguna condena diplomática ni reacción internacional.

Aún así, la descripción del incidente trascendió mucho más allá del barco. Cada vez más, las expresiones de solidaridad con los palestinos, aunque no sean violentas, se consideran tanto controversiales como sino criminales. La protesta pacífica, la ayuda humanitaria e incluso la empatía pública hacia los palestinos ahora enfrentan represalias. Esta represión refleja una erosión más amplia de las normas internacionales.

No se trató simplemente de un ataque a un barco. Fue una agresión a la voz de la conciencia. En un mundo donde una misión humanitaria pacífica es recibida con fuerza militar, donde la resistencia al genocidio es castigada, ninguno de nosotros está a salvo. Y nadie puede conservar la cordura ante un horror tan normalizado.

Gaza: un espejo, no un espejismo

Desde el 7 de octubre de 2023, Gaza es el epicentro de una de las atrocidades más brutales y documentadas de la historia reciente. Los bombardeos israelíes han matado a más de 60.000 palestinos, la mayoría de ellos mujeres y niños. Infraestructura civil, hospitales, escuelas, todo ha sido reducido a escombros.

Pero esto no se trata solo de Gaza. Se trata de cómo el mundo responde —o deja de responder— al sufrimiento. Refleja cómo la conveniencia política y la moral selectiva prevalecen sobre los principios de justicia. El bloqueo, los bombardeos y ahora la censura contra quienes intentan ayudar evidencian un desorden global más profundo.

Gaza no es una excepción. Es un espejo que exhibe la hipocresía de la comunidad internacional.

Los gobiernos de Occidente que reaccionan con rapidez ante Ucrania permanecen en silencio ante las vidas palestinas. Este doble estándar fragmenta el orden moral global, creando jerarquías sobre qué sufrimiento importa.

El discurso global sobre el sufrimiento palestino está inusualmente restringido. La compasión pública hacia los palestinos suele interpretarse como sospechosa o subversiva. Los casos ya son cotidianos: una estudiante expresa su angustia por los bombardeos en Gaza y pierde la visa. Periodistas, académicos o activistas que alzan la voz enfrentan ostracismo o represalias legales.

Desde los tripulantes del Madleen hasta la académica turca Rumeysa Ozturk, recientemente “secuestrada” en la calle por autoridades estatales tras criticar la complicidad estadounidense en crímenes israelíes, los gobiernos están tratando la claridad moral como una amenaza política. Ninguna de estas personas fue acusada de violencia o incitación. Su “error” fue expresar un tipo incorrecto de solidaridad.

No se trata solo de un fracaso legal. Es una herida psicológica en la conciencia colectiva. Cuando decir la verdad resulta  peligroso y el silencio se convierte en la opción más segura, la justicia deja de ser un principio global y se vuelve una puesta en escena reservada para unos pocos.

Y lo que revela ese espejo para todos nosotros es aterrador.

La carga de observar estos eventos es profunda. Ser testigo de un sufrimiento masivo y al mismo tiempo ser instado a guardar silencio genera una disonancia peligrosa. En este contexto, la claridad moral no se valora, se castiga. Cancelaciones de visas, suspensiones laborales, censura pública, son reacciones comunes a la disidencia.

No sólo presenciamos crímenes de guerra, vivimos un colapso en los conceptos que nos definen como humanos. El genocidio en Gaza además de destruir vidas, también hiere nuestra mente colectiva. Desestabiliza la fe en la verdad, la justicia y la empatía. Y en un mundo donde la injusticia se responde con silencio o represión, incluso la cordura está en riesgo.

La conciencia global ha creado una jerarquía peligrosa que decide qué vidas importan, qué pérdidas merecen ser “lloradas” y qué voces merecen ser escuchadas.

Esto, más allá de los límites de la libertad de expresión, se trata de quién puede llorar, de quién pertenece y de quién debe probar constantemente su derecho a ser escuchado. Judith Butler, filósofa estadounidense, una vez se preguntó: ¿Qué vidas merecen ser “lloradas”?

Gaza nos obliga a preguntarnos: ¿Qué duelo se nos permite expresar públicamente?

Parálisis emocional en tiempos de horror

Solemos pensar en la violencia como algo físico: bombas, balas, fronteras. Pero hay otra violencia en juego: la psicológica. La violencia del silencio, ver lo indecible y que nos digan que “es complicado”. La violencia de hablar y ser humillado, aislado o castigado.

En una época donde la propia verdad es politizada, muchos experimentamos disonancia cognitiva, impotencia e incluso parálisis emocional.

¿Qué le hace a la psique humana ver bebés rescatados de los escombros, hospitales reducidos a cenizas, periodistas asesinados uno a uno, mientras líderes mundiales insisten en “el derecho de Israel a defenderse” y niegan a los palestinos el derecho a existir?

El impacto psicológico de presenciar un genocidio en tiempo real sin poder detenerlo es una forma de trauma global. Fractura a las comunidades, y también a las personas. Muchos ciudadanos del mundo sufren impotencia, desesperanza o entumecimiento emocional. Este entumecimiento no es falta de empatía, es el resultado de una exposición prolongada al duelo no procesado y la desorientación moral.

Horrores así crean un vacío moral insostenible. Si permitimos que ese desapego se solidifique, arriesgamos perder no sólo nuestro sentido de justicia, sino nuestra misma humanidad.

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¿Cómo pueden las mismas democracias liberales que se abanderan con los derechos humanos permitir semejante borrado del derecho internacional y del principio moral? La respuesta es tristemente sencilla: el interés geopolítico ha vencido a la dignidad humana.

La consecuencia es un mundo donde la empatía se arma como herramienta de poder y la verdad se filtra según los intereses del momento. Nos empuja al borde del colapso emocional.

Y, sin embargo, mirar hacia otro lado no es una opción. Porque el momento en que dejamos de ver, de nombrar, de atestiguar, es el momento en que la humanidad comienza a morir.

Captura moral: el precio del silencio

Históricamente, no es extraño que en tiempos de guerra falte empatía. Lo que resulta alarmante hoy es la rapidez con que incluso la mera apariencia de compasión es vigilada, disciplinada o eliminada.

Algunos dicen: “No puedo mirar, es demasiado”. Pero mirar hacia otro lado es un lujo que el pueblo de Gaza no puede permitirse. Lo que tememos ver nosotros, a ellos les toca vivirlo.

Y ser testigo no es estar pasivo ni distante. En un mundo que se niega a responsabilizar a los perpetradores en Gaza, las injusticias que supuestamente rechazamos se normalizan —y eso nos pone en riesgo a todos—. La amenaza puede no ser física, pero la erosión del derecho internacional afecta directamente la dignidad humana más allá de las zonas de conflicto. 

Cuando se criminaliza la expresión moral, la justicia se convierte en privilegio de los poderosos. Cuando se castiga la solidaridad, la verdad se vuelve peligrosa.

Si permitimos que Palestina sea la tumba de la rendición de cuentas, estamos cavando también nuestra propia tumba. El precio de ignorar un genocidio no es solo la muerte de otros. Es la descomposición del mundo en el que todos vivimos. Y en ese mundo, nadie está realmente a salvo.

Nos dicen que seamos razonables, que esperemos. Pero ¿cuál es el costo de la contención emocional ante una masacre?

Sentir profundamente, llorar, gritar. Eso no es debilidad. Es la prueba de que aún somos humanos. Nuestra cordura está en nuestra negativa a aceptar lo inaceptable.

Las expresiones de duelo, la crítica política o la conciencia histórica se reducen a una presumida malicia. No se permite sentir ciertas cosas, al menos en público. Y sin embargo, hablar de empatía ya conlleva el riesgo de parecer sentimental.

Pero la empatía, tomada en serio, es un método: una forma de comprender el conflicto que se niega a reducirlo a una abstracción. Requiere algo más difícil: volver a humanizar a quienes han sido borrados por la narrativa dominante.

“Nos han secuestrado”, dijo Thunberg. No se refería simplemente al barco. Se refería a una captura moral más amplia. Fue una advertencia. En un mundo que castiga la conciencia, todos estamos siendo tomados como rehenes por la indiferencia, el miedo y la moralidad selectiva.

Mientras los palestinos sean oprimidos, ninguno de nosotros será libre, dijo Nelson Mandela. Mientras Gaza no esté a salvo, ninguno de nosotros lo estará. Y mientras no hablemos, gritemos y actuemos contra este brutal silencio, ninguno de nosotros conservará la cordura.


FUENTE:TRT Español y agencias
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