Algunas historias no comienzan con titulares ni discursos. Comienzan en silencio, como el compás lento de un telar.
Tiempo atrás, Aycan Ozonay, de 49 años y oriunda de Türkiye, fue elegida en su ciudad natal, Mardin, para enseñar la prestigiosa tradición del tejido de kilim (alfombras). Sin embargo, ese hilo de esperanza se deshizo cuando descubrieron que usaba pañuelo sobre el cabello.
En 1997, en un centro comunitario de mujeres de su región, fue seleccionada por sus instructoras junto a otra candidata, para convertirse en instructora de tejido de alfombras.
Pero cuando llegó a la entrevista –Aycan tenía entonces 21 años—, el velo que cubría su cabello de acuerdo a su fe islámica, habló más fuerte que su talento.
Su amiga, que no cubría su cabello, fue elegida. Aycan, discretamente, fue rechazada.
“Ni siquiera me permitieron enseñar a tejer alfombras”, cuenta a TRT World. “Pero me quedé como alumna. Durante dos años, esperé. Tenía esperanzas. Estaba entre las mejores. Pero no les importó”.
Aycan fue víctima de la prohibición del uso del velo, conocido como hiyab en Türkiye y otros países donde la mayoría de la población es musulmana, una medida que impidió a muchas mujeres entrar a universidades, lugares de trabajo e incluso a ceremonias.
La prohibición tiene raíces profundas en la historia política de Türkiye. Tras el golpe de Estado de 1980, el Estado introdujo una regulación sobre la vestimenta pública que prohibía a las mujeres usar velo en instituciones públicas.
Inicialmente se limitó a funcionarias públicas, como maestras, abogadas y miembros del parlamento, pero la restricción se fue ampliando. Para la década de 1990, la prohibición alcanzaba a universidades e instituciones no estatales.
La política se volvió especialmente estricta después del golpe de 1997, cuando los militares emitieron un memorando que reconfiguró la vida civil bajo el pretexto de proteger el laicismo. El velo, que antes era una expresión personal de fe, se convirtió en símbolo de resistencia y exclusión.
La prohibición fue finalmente levantada en 2013 mediante un paquete de reformas democráticas.
“El velo me hacía sentirme plena”
Nacida en 1976 en una mansión de piedra en Mardin, Aycan provenía de una familia numerosa y modesta. Su abuelo fabricaba sillas de montar y tenía 12 hijos. Su padre trabajaba en oficios; su madre era ama de casa. Ella era la cuarta de seis hermanos.
A los 10 años, Aycan empezó a usar el velo, no por presión, sino por su propio deseo. Su tío le había regalado uno. Lo usaba con alegría.
“Me nació del corazón”, dice. “Me hacía sentirme plena”.
Pero la escuela secundaria cambió eso. El velo que la hacía sentirse integrada se volvió la razón por la que fue invisibilizada. Los profesores murmuraban a sus espaldas, hasta que el director le impidió asistir a la escuela.
“Quítatelo o no entras”
“Ni siquiera me dejaban entrar al patio de la escuela. Me dijeron: quítatelo o no entras”, recuerda.
Fue obligada a decidir entre el velo o su educación. Eligió su hiyab. Y con eso, terminó su educación.
Aycan no recibió su diploma de escuela secundaria. Le dijeron que solo podía regresar si se quitaba el velo. Nunca lo hizo. Los sueños que tenía, como graduarse, estudiar y lograr ser maestra, quedaron sin cumplir. Su pañuelo se convirtió en la línea que otros se negaron a aceptar.
Su hermana mayor perdió su trabajo en el servicio público, y sus primas tuvieron que salir del país para poder estudiar, porque todas eligieron cubrirse el cabello. A Aycan, que no quería más que aprender, le dijeron: sin diploma, sin aula, sin futuro.
Lo que no sabía era que se trataba de una entre miles de mujeres cuyas vidas fueron interrumpidas por un golpe militar que intensificó la prohibición.
Al alejarse de la escuela, encontró su camino en la educación del Corán y más tarde logró abrir una secundaria. A pesar de volverse una tejedora experta, se le negó el puesto de profesora.
“Me dijeron que era lo suficientemente buena. Pero no con el hiyab”.
Pasaron los años. Se casó. Crió tres hijos. La vida siguió.
Pero el dolor permaneció.
El viaje de una heroína
Un día, muchos años después, su hija Sevval empezó a prepararse para los exámenes de ingreso a la universidad. Aycan se sentó a su lado, ayudándola a revisar la guía de preferencias.
Entonces se detuvo.
Su mayor motivación seguía allí. Encontró una cuota especial universitaria para mujeres mayores de 34 años.
“Sentí que el destino me había dejado una puerta abierta”, dice.
En 2023, se postuló al programa de Cuidado de Personas Mayores de la Universidad Artuklu de Mardin. A la vez, su hija Sevval entró a la facultad de sociología.
Aycan por fin pudo ingresar a un campus universitario, no como visitante sino como estudiante. Esta vez, no estaba sola. Su hija caminaba a su lado.
“Nos arreglábamos juntas cada mañana”, recuerda Aycan. “Compartíamos la cafetería, nos uníamos a los mismos clubes estudiantiles. Me hizo sentir joven otra vez”.
Para Sevval, fue un despertar.
“Al principio, la gente no creía que ella fuera estudiante”, cuenta su hija Sevval. “Los profesores me preguntaban por qué traía a mi madre a las clases. Cuando se daban cuenta de que era mi compañera, quedaban asombrados”.
Durante ese proceso, Sevval comenzó a ver a su madre con otros ojos.
Madre, esposa y trabajadora
“Crecí escuchando sus historias. Pero solo ahora, caminando a su lado, comprendí la profundidad de su dolor. No era solo mi madre. Era una mujer que había sido silenciada”, dice Sevval.
El día de la graduación llegó dos años después. Estaban una junto a la otra, vestidas de gala, con velo, en silencio, y llenas de entusiasmo.
“Cuando lanzamos nuestros birretes al cielo”, dice Aycan, “sentí que todos los sueños que había enterrado se elevaban con ellos”.
Hace una pausa. “No es solo un diploma. Es justicia”.
Para Sevval, el momento sigue allí, presente y brillante. “Tuve otras graduaciones, pero esta fue distinta. Esta fue nuestra. Una hija de pie junto a su madre. Un sueño que se rehusó a morir”.
La experiencia transformó su relación. Ya eran cercanas, pero se convirtieron en algo más: testigos de la fuerza de la otra.
“Ella fue estudiante, madre, esposa y trabajadora, todo al mismo tiempo”, dice Sevval. “Me enseñó que una mujer no tiene que elegir un solo rol”.
“Me da esperanza ver hasta dónde ha llegado la República de Türkiye”
Inspirada por su madre, Sevval emprendió su propio proyecto académico: un estudio sociológico financiado por el Consejo de Investigación Científica y Tecnológica de Türkiye (TUBITAK) sobre la cultura de las palomas en Mardin, explorando cómo las personas se relacionan con las aves en un entorno urbano cambiante.
“La historia de mi madre me enseñó que recuperar tu pasado abre espacio para que otros puedan volar”, dice.
¿Y qué le dice a las mujeres que piensan que ya es demasiado tarde?
“La educación no tiene fecha de caducidad”, afirma Aycan. “Si pudiera hablarle a la niña que fue rechazada en la puerta de la escuela, le diría: ‘Un día regresarás. No sola, sino con tu hija al lado’”.
Sevval asiente. “Cuando les cuente a mis hijos sobre ese día, sobre lanzar nuestros gorros de graduación al cielo, les diré que había un hiyab debajo. Y una historia dentro de él. Y que era nuestra”.
“Me da esperanza ver hasta dónde ha llegado la República de Türkiye”, dice Aycan. “Ver a mujeres ocupando su lugar en instituciones públicas, ver a diputadas con velo representándonos en el parlamento, y saber que la educación es un derecho para todos”.
Sevval agrega: “Un día les contaré a mis hijos que los gorros que lanzamos al cielo después de nuestro camino como estudiantes fueron un símbolo de libertad”.
Aycan tiene un mensaje para las jóvenes: “Quiero recordarles que la educación no tiene edad ni plazo. Aprender es un viaje de toda la vida. Debemos seguir creciendo, renovándonos y adaptándonos a los tiempos que corren”.