Youssef Al-Zuq tenía solo 17 años cuando un dron israelí acabó con su vida al alcanzar el apartamento familiar en la calle Al-Thawra, en el corazón de Ciudad de Gaza, en las primeras horas del sábado. Su nombre, para muchos, no era desconocido: de niño había sido símbolo de resistencia y esperanza, conocido como el prisionero más joven del mundo en recuperar la libertad.
Su historia comenzó incluso antes de nacer, en 2008, entre los muros grises de la prisión israelí de Hasharon. Su madre, Fatima al-Zuq, fue arrestada en 2007 mientras intentaba salir de Gaza para recibir atención médica. Estaba embarazada, aunque aún no lo sabía. Fue en la oscuridad de una celda donde descubrió su estado y donde, meses después, trajo al mundo a Youssef, rodeada de rejas, silencio y abandono.
Durante casi dos años, Fatima crió a su hijo en condiciones que rozaban lo inhumano. Informes de organizaciones de derechos humanos relataron después la dura realidad: negligencia médica, desnutrición, ausencia total de atención adecuada para un recién nacido. Aun así, madre e hijo sobrevivieron, hasta que en 2009 fueron liberados como parte de un acuerdo en el que Israel excarceló a 19 mujeres palestinas a cambio de un simple pero valioso vídeo que confirmaba que el soldado Gilad Shalit seguía con vida en manos de Hamás.
Dos años más tarde, Shalit sería liberado en un histórico intercambio de prisioneros, pero Youssef ya había regresado a Gaza, intentando vivir una infancia marcada por la memoria de los barrotes y las historias de resistencia que lo habían visto nacer.
Pero el sábado, todo terminó. Youssef fue una de las víctimas de una nueva serie de bombardeos israelíes sobre en enclave. Según fuentes médicas, al menos cien palestinos murieron ese día, incluidos 27 civiles que solo esperaban ayuda humanitaria.
Youssef no murió combatiendo. No llevaba uniforme, ni armas. Murió en su casa, bajo el techo que debía protegerlo, alcanzado por un misil lanzado desde el cielo por un ejército que se autoproclama el más moral del mundo. Israel no solo le robó la infancia. Años después, también le arrebató la vida. Su historia, como la de tantos en Gaza, es un grito silenciado por la impunidad. Una vida marcada desde el primer aliento por la violencia, y apagada antes de alcanzar la adultez.