Es domingo por la tarde, el sol comienza a caer y falta poco para romper el ayuno de Ramadán. Hasan Zaheda, refugiado sirio, juega baloncesto con su hijo en el pequeño patio de su apartamento, en las afueras de Roma, donde ha reconstruido su vida junto a su familia.
No conservan fotos de su Siria natal. No hubo tiempo: huyeron de Damasco en el punto más dramático de la guerra civil. Llevaban pañales y leche para su hijo pequeño, y solo una muda de ropa. Sin embargo, en su apartamento, hoy destaca una foto enmarcada de su hijo Riad junto al papa Francisco. Una década atrás, el pontífice intervino para que los Zaheda, junto a otras dos familias musulmanas, dejaran los campos de refugiados en la isla griega de Lesbos, y pudieran asentarse en Italia.
“(Él) es un regalo del cielo”, dice Hasan, sonriendo. “El papa Francisco es un regalo de nuestro Dios. Nos lo envió para salvarnos”.
Mientras la familia Zaheda iniciaba los ritos del mes bendito de Ramadán, el papa Francisco, de 88 años, luchaba por tercera semana consecutiva contra una neumonía en un hospital no muy lejos de allí. Lo mínimo que podemos hacer por él, reconoce Hasan, es estar en oración día y noche.
“Buscamos las novedades de su salud todos los días”, cuenta Nour Essa, de 39 años, esposa de Hasan. Aún recuerda con nitidez su inesperado encuentro con el pontífice en Lesbos. “Lo que más me impactó es que el padre de la Iglesia es un hombre modesto, sin prejuicios, abierto a otras etnias y religiones”, dice.
La familia viajó en el avión del pontífice –un momento significativo para su papado, en el marco de sus esfuerzos por defender a los migrantes. La familia Zaheda guarda aún la imagen del cariño con el cual el pontífice acarició la cabeza de su hijo Riad mientras avanzaba por un pasillo para hablar con los periodistas.
Aunque aquello les pareció “milagroso”, solo fue el comienzo de una nueva vida en Italia, a la que aún se están adaptando.
Una huida peligrosa y el encuentro menos pensado
Essa es bióloga y Hasan es arquitecto. Él trabajaba como funcionario en Damasco cuando fue reclutado por el ejército y, entonces, decidieron abandonar Siria. En 2015, vendieron su casa para pagar a un traficante, caminaron por la noche intentando no hacer ruido en el desierto y, durante diez horas, se trasladaron en diferentes camiones.
Luego de sortear el territorio controlado por Daesh, también llamado ISIS, llegaron a Türkiye e intentaron en tres ocasiones ingresar a las islas griegas en barco. Recién a inicios de 2016 lograron entrar a Lesbos.
“Siempre le agradezco a Dios que mi hijo era pequeño y no tiene recuerdos de todas esas cosas”, cuenta Essa. Riad, mientras tanto, ve una telenovela siria en una pequeña sala de estar junto a su abuelo, quien huyó un año más tarde.
Después de más de un mes en el campo de refugiados de Lesbos, la familia fue abordada por una desconocida: Daniela Pompei, responsable de migración e integración de la organización católica Sant’Egidio.
Ella estaba buscando familias que contaran con la documentación adecuada para que el papa pudiera llevarlas a Roma. Les pidió que tomaran una decisión en el acto, y aceptaron. Entonces, la organización, con fondos del Vaticano, trajo junto a ellos a más de 300 refugiados desde Grecia.
El objetivo de Sant'Egidio, les explicó Pompei, era evitar que los migrantes hicieran largos viajes por mar, a través de las distintas rutas del Mediterráneo en las que han perdido la vida decenas de miles de solicitantes de asilo en los últimos años.
Vida nueva, desafíos nuevos
Pero la verdadera prueba para ellos fue la integración: desde el proceso de asilo hasta aprender italiano, encontrar escuela y trabajo. Iniciativas como la del papa son un mensaje de esperanza para los refugiados que sienten que las comunidades a las que llegan están dispuestas a acogerlos, a pesar de las diferencias religiosas o culturales.
“El papa ha hecho un llamado constante a abrir las parroquias, a acoger al menos a una familia en cada parroquia, para empujarnos también a los católicos a contrarrestar lo que él llamó, con un término muy fuerte en Lampedusa, ‘la globalización de la indiferencia’”, explicó Pompei.
Con el acento romano que han adoptado, los Zaheda hablan de sus desafíos: reinscribirse en la universidad para que sus títulos sean reconocidos, ayudar a sus familiares a llegar a Europa y, sobre todo, cuidar de su hijo.
Trabajando o estudiando 12 horas al día, rara vez tienen tiempo para socializar con otras familias sirias o con los migrantes que viven en los modestos edificios de ladrillo del vecindario.
Su mejor amigo es de Ecuador, y Riad planea estudiar español en la secundaria. Se unió a un equipo local de baloncesto, y las fotos de la cancha decoran su habitación, donde una gran bandera siria cuelga junto a su cama. Riad aprendió inglés y le gusta leer El Principio en ese idioma, mientras su dominio del árabe todavía es básico –pese a que suele pasar las tardes con su abuelo, quien ahora disfruta dibujando iglesias romanas–.
Para el iftar del domingo, la comida que rompe el ayuno, la familia llenó una pequeña mesa con ensalada de yogur y garbanzos (tisiyeh), además de pizza para añadir a la mesa sabores típicos romanos.
Mientras Riad prepara su mochila para la escuela, sus padres cuentan que su futuro depende del pequeño, por quien probablemente decidan quedarse en Italia, en lugar de reunirse con sus familiares en Francia o regresar a una Siria que probablemente no podrían reconocer.
“Deseo que Riad pueda construir su propio futuro”, se esperanza su madre, “y que logre hacerse un lugar como hijo de un migrante indocumentado que llegó a Italia y quiso dejar su huella en un nuevo país”.