La noche del 30 de junio, Mohammad Abu Shamaleh estaba llegando a la puerta de un café, un refugio al norte del puerto de Gaza, cuando el mundo entero estalló a su alrededor.
El joven de 25 años había ido a la cafetería Al-Baqa, como lo hacía casi todas las noches, en busca de dos servicios cada vez más escasos en Gaza: electricidad e internet.
Como el coordinador en terreno de una organización sin fines de lucro, Abu Shamaleh necesitaba conectarse a internet para enviar informes, ayudar a la gente y, en últimas, hacer el trabajo que le permitía seguir adelante en una ciudad donde quedarse quieto parecía igual a rendirse.
Su madre, Sahar Yaghi, le había suplicado incontables veces: “Por favor, hijo, no vayas a lugares concurridos”. Ella sabía, como toda madre en Gaza, que los lugares de reunión atraen la muerte.
Pero Abu Shamaleh siempre regresaba a Al-Baqa, el café frente al mar que se había convertido en su refugio, su oficina, su pequeño rincón de normalidad en un mundo enloquecido.
Esa noche, justo al poner un pie en la entrada de la cafetería, un misil israelí impactó el lugar. En un instante, lo que eran risas y conversación se convirtió en gritos y humo. Al menos 39 personas murieron esa noche, decenas más quedaron heridas, y Gaza perdió otro fragmento de su alma.
“Todo se destruyó en apenas un momento”, cuenta Yaghi a TRT World, con la voz resquebrajada por el recuerdo, mientras se sienta junto a su hijo gravemente herido, recostado en una cama del Complejo Médico Al-Shifaa.
“Su pierna derecha se fracturó, la metralla atravesó su espalda y su cuerpo. Dios lo salvó… pero sus amigos aún están luchando por sus vidas en el hospital”, relata.
Cuando Abu Shamaleh finalmente pudo hablar con su madre tras el ataque, sus palabras revelaron heridas más profundas: “Cuando desperté, el sonido del misil seguía en mi oído. Gritaba solo para escuchar mi propia voz. Quería que mi voz fuera más fuerte que el sonido del misil, para sacarlo de mi cabeza”.
El fotógrafo que capturó algo de belleza en el infierno
Entre quienes no regresaron a casa esa noche estaba Ismail Abu Hatab, un fotógrafo de 32 años cuya cámara se había vuelto una extensión de su alma.
Durante más de una década, Abu Hateb se dedicó a mostrarle al mundo no solo el dolor de Gaza, sino su belleza obstinada y persistente.
“Ismail no solo amaba la cámara: la cámara lo amaba a él”, dice su amigo Hikmat Al-Masri, quien trabajó junto a él durante 15 años. “He viajado con muchos fotógrafos, pero Ismail era distinto. Pintaba la belleza en su mente y luego la capturaba con su lente. Siempre decía: ‘Quiero fotografiar lo más hermoso de Gaza’”.
Ese compromiso casi le cuesta la vida unos meses antes. En noviembre de 2023, al comienzo de la ofensiva actual, una metralla le atravesó el pie a Abu Hateb, lo que lo obligó a dejar de trabajar por casi un año.
Pero él se negó a quedarse quieto. Regresó con una exposición llamada “La Carpa”, que documentaba la vida cotidiana de una Gaza bajo el genocidio: una obra que viajó hasta Los Ángeles, tocando corazones a miles de kilómetros de la costa mediterránea.
La noche en que murió, Abu Hateb planeaba su próxima exposición, soñando con llevar “La Carpa” a Francia. Quería que el mundo viera Gaza a través de sus ojos: no como una noticia fugaz, sino como un lugar donde la gente vive, ama y crea belleza a pesar de todo.
Cuando Al-Masri recibió la llamada sobre la muerte de su amigo, el dolor lo golpeó más fuerte que cuando murió su propio padre. “Colgué y corrí a buscar nuestras fotos juntos, en mi computadora, en mi teléfono. Lloré viendo cada imagen, cada momento regresando de golpe”.
Con la muerte de Abu Hateb se elevó a 227 el número de periodistas asesinados en Gaza, lo que convierte a esta ofensiva en el conflicto más letal jamás registrado para los profesionales de la prensa. Pero las cifras no pueden reflejar lo que en realidad se perdió cuando su cámara se apagó para siempre.
El café que albergaba los sueños de Gaza
Para quienes conocían el café Al-Baqa, su destrucción fue como perder un pedazo del propio corazón. Nour Al-Safadi salió de Gaza hace tres años rumbo a El Cairo, pero el café frente al mar nunca se fue de su memoria. Fue donde se rió con amigos, trabajó en proyectos y encontró momentos de paz.
“Bombardearon el café Al-Baqa, el lugar que era mi hogar”, cuenta a TRT World desde su exilio. “Era nuestro refugio para reír, para conversar, para trabajar, y también para el silencio. Al-Baqa no era solo un café: era un espacio para respirar, era memoria, era gente”.
También era un punto de encuentro para personas comunes, un lugar que ofrecía un respiro poco usual para una población indefensa rodeada de muerte. Su ubicación frente al mar irradiaba calma y tranquilidad en medio de un escenario distópico.
Cuando se conoció la noticia del bombardeo, Al-Safadi se lanzó desesperadamente a revisar redes sociales, a enviar mensajes, en busca de esas dos palabras que se han vuelto las más valiosas en Gaza: “Estoy bien”.
No todos pudieron escribirlas. Junto a Abu Hateb, el café también se llevó la vida de Atef, el camarero cuya risa era parte del alma del lugar.
Para la periodista Doaa Shaheen, quien había hecho de Al-Baqa su segunda oficina, el bombardeo representó algo más siniestro que una estrategia militar.
“¿Por qué bombardear un lugar de recreación?”, pregunta. “Demuestra que no solo nos combaten como fuerza militar, nos combaten como seres humanos, como pueblo de Gaza que busca momentos de dignidad y descanso”.
Cuando ya no hay lugar seguro
El ataque a Al-Baqa se produjo en medio de un patrón más amplio de bombardeos contra sitios civiles. En las últimas semanas, las fuerzas israelíes han matado a personas en puntos de distribución de ayuda, convirtiendo la búsqueda de alimentos en una apuesta mortal.
El saldo total ha superado los 56.000 muertos palestinos, según el Ministerio de Salud de Gaza, aunque algunos recuentos indican cifras aún mayores, con casi toda la población de 2,3 millones desplazada.
“Ya no queda un solo centímetro seguro en Gaza”, explica Shaheen. “Bombardean nuestras casas, atacan hospitales, destruyen mercados. Ahora también los lugares de descanso y de risa. No solo quieren matarnos: quieren borrar nuestra existencia por completo”.
Pero entre los escombros de Al-Baqa, algo se niega a morir. Mohammad Abu Shamaleh, aún recuperándose de sus heridas, conserva la misma determinación que antes lo impulsaba a arriesgarse en cafés concurridos por el bien de su labor.
A pesar de todo —la pierna rota, la metralla, el sonido de los misiles que no se borra de su mente— se niega a abandonar su propósito de servir a su gente.
“Este es mi hogar”, le dice a su madre. “Mi pueblo me necesita. Es mi derecho vivir aquí, con mi familia, mis amigos y los lugares que amo. Nuestra voz debe ser más fuerte que el genocidio, más fuerte que esta injusticia. Merecemos vivir”.
Su madre eleva un ruego más sencillo al mundo: “Lo único que espero es que el mundo nos escuche de verdad. No quiero perder a mi hijo. No quiero que ninguna otra madre tenga que estar donde estoy yo ahora”.
El café ya no está, pero lo que representaba —la insistencia de Gaza en seguir siendo humana— sigue viva en cada historia contada, cada lágrima derramada y cada voz que se alza contra la oscuridad.
Este artículo se publica en colaboración con Egab.