La amenaza de una operación militar de EE.UU. contra Venezuela ha ganado fuerza esta semana desde que reportes confirmaron la orden del presidente Donald Trump de desplegar tropas y buques de guerra estadounidenses cerca de las costas del país latinoamericano. Una medida que la Casa Blanca ha enmarcado bajo el argumento de “usar todo su poder” para “frenar el flujo de drogas” desde Latinoamérica. Oficialmente, y en palabras de la secretaria de Prensa, Karoline Leavitt, Washington acusó al presidente venezolano, Nicolás Maduro, de tener un gobierno que “no es legítimo” y, que constituye “un cartel del narcotráfico”. Algo que desde Caracas rechazan con vehemencia.
Ahora bien, mas allá del despliegue de tropas no deja de resonar la justificación que está utilizando el Gobierno de Trump sobre “combatir” el narcotráfico en Latinoamérica. Un planteamiento que recuerda la fallida “guerra contra las drogas”, que Washington impuso por décadas en esta región. Lo que puede considerarse hasta paradójico, pues ¿no confirmaría esta nueva muestra de fuerza militar precisamente el fracaso de dicha política?
El debate sobre la política antidrogas
Para los países del Sur Global, esta escalada de Estados Unidos reabrió el debate sobre la antigua política antidrogas. La llamada “guerra contra las drogas” comenzó como un discurso simbólico del entonces presidente Richard Nixon, cuando 1971 calificó el uso de estupefacientes como “el enemigo número uno”. Nixon anunció una “ofensiva total” para enfrentar el problema a nivel mundial, aunque, según el diario The New York Times, expresó dudas en privado sobre estas medidas.
Desde entonces, Washington ha gastado más de 1 billón de dólares — alrededor de 3.100 dólares por persona — en esta estrategia, a pesar del aumento sostenido del consumo y tráfico de cocaína en Occidente. También ha recibido críticas de sus propios funcionarios. “En los últimos 50 años, lamentablemente hemos visto cómo la ‘guerra contra las drogas’ se ha utilizado como una excusa para declarar la guerra a las personas de color (personas racializadas), a los estadounidenses pobres y a muchos otros grupos marginados”, dijo en 2021 la fiscal general de Nueva York, Letitia James, en un comunicado, con motivo del aniversario de la política.
Por su parte, el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, Volker Türk, advirtió en diciembre del año pasado que la “guerra contra las drogas” ha “destruido innumerables vidas y dañado comunidades enteras”. A lo que se suma que “la penalización y la prohibición no han conseguido reducir el consumo de drogas ni disuadir la delincuencia relacionada con ellas. Estas políticas sencillamente no funcionan, y estamos fallando a algunos de los grupos más vulnerables de nuestras sociedades”.
De hecho, el Informe Mundial sobre Drogas 2025, realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), evidenció un aumento sostenido en la producción, incautaciones y consumo de drogas a nivel global, y subrayó la necesidad urgente de cambiar el enfoque internacional, para centrarse en la prevención y la mitigación de las causas estructurales del narcotráfico.
“Debemos reforzar las respuestas, aprovechando la tecnología, fortaleciendo la cooperación transfronteriza, proporcionando medios de vida alternativos y actuando desde la justicia para enfrentar a los responsables de las redes ilícitas”, dijo Ghada Waly, directora ejecutiva de la Unodc, quien también enfatizó la necesidad de un enfoque coordinado e integral.
Capital transnacional y empresas privadas
Pese a estas evidencias, que se han replicado y alertado durante décadas, Estados Unidos ha moldeado su política exterior para Latinoamérica centrándose ahora en el tráfico de drogas y los grupos criminales que acusa de realizarlo. Desde febrero, además de intensificar sus esfuerzos migratorios contra supuestos pandilleros, el Gobierno de Trump designó como grupos terroristas a la banda criminal venezolana el Tren de Aragua, a la pandilla salvadoreña MS-13 y a seis organizaciones mexicanas. Esta designación generalmente se asocia, sin sustento, con grupos que utilizan la violencia con fines políticos y no solo como bandas criminales que buscan ganancias.
Y eso nos lleva al discurso hegemónico que respalda la ya vieja “guerra contra las drogas”, pues a lo largo de más de cuatro décadas ha servido profundamente a los intereses del capital transnacional. Según el libro “Capitalismo antidrogas”, publicado en 2024 por la periodista Dawn Paley, el modelo militarizado –y justificado bajo esta “lucha”– permite la firma de contratos de seguridad, la privatización de funciones estatales y el control de territorios estratégicos, lo que crea una arquitectura de violencia legalizada al servicio del mercado global.
Antoine Perret, investigador y especialista en economía política de los conflictos, documenta cómo la lucha antidrogas ha sido externalizada a empresas militares privadas que gestionan la seguridad como un negocio lucrativo.
Según Perret, esta privatización de la guerra ha facilitado la consolidación de un complejo industrial y militar con escasa o nula supervisión estatal, en el que la seguridad se convierte en un negocio global manejado por empresas privadas que siguen agendas geopolíticas y económicas.
Los verdaderos beneficiarios
A la vez, la penetración de estos capitales está arraigada en el sistema financiero global actual. Varios estudios ilustran cómo los flujos financieros ilícitos representan entre el 2% y el 5% del PIB mundial —es decir, entre 2 y 5 billones de dólares anuales—, de los cuales menos del 1% es efectivamente incautado.
Este escenario refleja una impunidad estructural, donde los verdaderos beneficiarios del narcotráfico internacional no son los pequeños productores ni los eslabones visibles del crimen organizado, sino grandes actores financieros, corporativos y bancarios que operan con total libertad desde bancos offshore, paraísos fiscales y redes transnacionales de corrupción.
Amparados por flujos legales y una arquitectura financiera diseñada para el anonimato y la evasión, estos actores permanecen prácticamente intocables, mientras la criminalización recae sobre países y comunidades del Sur Global.
El flujo internacional de armas desde Estados Unidos hacia redes criminales en América Latina, como cárteles y grupos armados, sigue siendo un factor clave en la violencia regional también. Pero es algo que el Gobierno Trump omite.
Rocco Carbone, investigador y filósofo argentino, autor del libro “Mafia Global: ensayos sobre poder criminal y despojo”, plantea que las redes mafiosas en América Latina no deben entenderse como simples desviaciones del sistema, sino como expresiones orgánicas y funcionales del orden neoliberal y colonial que impera en la región.
Carbone explica que estas estructuras criminales están vinculadas con las dinámicas del poder político y económico actual, funcionando como mecanismos de acumulación por despojo y control social. “Las mafias no son una anomalía del sistema: son uno de sus rostros. No irrumpen desde fuera, sino que brotan del corazón mismo del orden neoliberal”, afirma.
De manera que estas redes deben ser analizadas como mecanismos de gobernanza que refuerzan el modelo capitalista periférico, así como las formas neocoloniales de dominación en América Latina.
¿Es el control territorial el objetivo de fondo?
En la región, en países como Ecuador, analistas advierten un patrón creciente: el aumento de la presencia militar de Estados Unidos o el fortalecimiento de acuerdos de cooperación con el argumento de combatir el narcotráfico.
En Ecuador, el presidente Daniel Noboa ha planteado permitir la instalación de bases militares estadounidenses como parte de su estrategia de seguridad. Además, firmó un acuerdo sin precedentes en la región con la empresa de seguridad privada Blackwater, conocida por su participación en conflictos armados y su papel en la privatización de operaciones militares.
Noboa también anunció que contará con el apoyo de Israel para el suministro de inteligencia en su lucha contra los cárteles del narcotráfico.
Hacia una política desde el Sur Global
Desde comunidades indígenas y campesinas en América Latina han surgido propuestas concretas que desafían el enfoque punitivo y militarizado de la política internacional antidrogas, promovido principalmente por países del Norte Global.
En Bolivia, organizaciones cocaleras impulsaron un modelo de control social comunitario para el cultivo de coca. Legalizado a través de la Ley General de la Coca (2017), el sistema reconoce el valor ancestral y medicinal de la planta, establece límites geográficos para su producción y promueve la autorregulación sin intervención armada.
Iniciativas similares han surgido en Colombia, donde se han desarrollado asambleas interculturales en territorios indígenas para diseñar políticas de regulación basadas en el saber ancestral. Estas propuestas buscan garantizar que los beneficios económicos permanezcan en manos de las comunidades productoras.
El acuerdo de paz firmado en 2016 entre el Estado colombiano y las extintas FARC también incluyó un programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos y una ambiciosa Reforma Rural Integral. Elementos similares han sido considerados en el proceso de diálogo de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Organizaciones, como el International Drug Policy Consortium (IDPC), abogan por una descolonización de las políticas globales sobre drogas, exigiendo la reforma de tratados como la Convención de Viena de 1961, y reclamando soberanía, autonomía comunitaria y justicia histórica frente a siglos de criminalización y estigmatización cultural.
El sociólogo peruano Aníbal Quijano, reconocido por su aporte al pensamiento crítico en América Latina, sostiene que las estructuras de poder heredadas del colonialismo siguen marcando la organización social, política y económica de la región, y perpetúan jerarquías raciales, del conocimiento y económicas.
“Sin desmantelar la colonialidad del poder no es posible emprender un proyecto de transformación social emancipador en América Latina”, insiste Quijano.
América Latina, soberana
Mientras continúa la amenaza de Estados Unidos, se recuerdan momentos oscuros como el golpe de Estado de 2002 en Venezuela contra el entonces presidente Hugo Chávez, que algunos medios afirmaron contaba con el respaldo de Washington. Durante una marcha contra la oposición, francotiradores en edificios de Caracas asesinaron a más de 12 personas.
El actual despliegue militar de Estados Unidos contradice la declaración de América Latina como zona de paz, adoptada por la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), un organismo regional que promueve la integración y el desarrollo. La declaración, basada en los Propósitos y Principios de las Naciones Unidas, subraya la necesidad del desarme universal y prohíbe la amenaza o el uso de la fuerza, entre otras medidas.
Entonces, mientras el Gobierno de Trump intenta lanzar una ofensiva en Latinoamérica bajo el pretexto de los carteles del narcotráfico, la historia demuestra que la salida bélica no es la solución.
¿Seguiremos aceptando narrativas que justifican el control y la militarización, o avanzaremos hacia una política que transforme las causas estructurales y construya soluciones dignas y soberanas?