El segundo mandato del presidente Donald Trump en Estados Unidos refleja el respaldo de sectores de poder económico cuyos intereses se alinean con sus políticas proteccionistas, como es el caso del magnate Elon Musk.
Según el politólogo Thomas Ferguson, experto en financiamiento de campañas y autor del libro "Regla de Oro: La teoría de la inversión en la competencia de partidos", el financiamiento privado en las elecciones estadounidenses no solo influye en quién llega al poder, sino que también refuerza un sistema de gobierno dominado por una élite empresarial privilegiada.
En este sistema, las decisiones de Estado, como lo advirtió Joe Biden en su discurso de despedida, corren el riesgo de estar subordinadas a los intereses de una minoría de actores económicos, quienes ejercen una importante influencia sobre las políticas públicas.
Donald Trump representa un capitalismo arraigado en el territorio, estrechamente vinculado a industrias nacionales como la construcción y los combustibles fósiles, cuyo poder depende de un Estado-nación fuerte y cohesionado. En contraste, Elon Musk personifica un capitalismo globalizado y sin fronteras, impulsado por sectores tecnológicos y financieros que operan a escala internacional, con una menor preocupación por las dinámicas y consecuencias locales.
Aunque sus intereses pueden parecer divergentes, ambos comparten un núcleo común: la preservación y expansión de su poder.
Estas facciones operan bajo una lógica de dominación y control que, como explica el sociólogo William I. Robinson en "El Capitalismo Global y la crisis de humanidad”, se sustenta en el uso de herramientas como la presión económica, la influencia cultural y la coerción militar para alcanzar sus objetivos.
Al mismo tiempo, configuran un sistema de relaciones internacionales basado en la aceptación incondicional de sus postulados por parte de otros actores, perpetuando así un modelo que privilegia los intereses de sectores económicos de gran poder sobre el bienestar colectivo.
Dos partidos, la misma esencia
La alternancia política en la Casa Blanca no modifica esta esencia. Tanto republicanos como demócratas perpetúan un mismo modelo de expansión militar, saqueo de recursos estratégicos y control de regiones clave.
Así, el ahora expresidente Joe Biden, como parte de esta carrera de relevos, entregó a su sucesor un regalo envuelto en la Ley de Autorización de Defensa Nacional para el Año Fiscal 2025. Pero, ¿qué significa esto?
Significa que este presupuesto es el más alto en la historia y el mayor del mundo. No sólo marca un récord, sino que representa la continuidad de una política que prioriza la guerra y la competencia global como formas de asegurar la hegemonía estadounidense. Este monumental presupuesto militar evidencia que el militarismo no es una anomalía, sino una constante estructural que trasciende partidos y coyunturas.
La ley que pone de manifiesto la política militarista
La Ley de Autorización de Defensa Nacional 2025 (FY25 NDAA, por sus siglas en inglés) es un manifiesto de la política militarista de Estados Unidos, que permite una inversión sin precedentes de 895.000 millones de dólares. Este presupuesto prioriza la modernización de las capacidades militares y la investigación en tecnologías emergentes, incluyendo inteligencia artificial, armas nucleares y defensa espacial.
Además, refuerza el compromiso de Estados Unidos, la seguridad del Indo-Pacífico y la colaboración con aliados estratégicos como Taiwán, mientras establece medidas para fortalecer el control de mares y rutas marítimas críticas, y expandir la presencia militar en regiones de interés geopolítico.
Entre sus puntos más polémicos, la ley incluye la reactivación de la producción de núcleos de plutonio para armas nucleares en el Laboratorio Nacional de Los Álamos, así como un incremento salarial para los miembros de las fuerzas armadas, reforzando la narrativa de la seguridad nacional como pilar de la política exterior estadounidense.
La ley destaca el papel estratégico de la industria militar privada en la política de defensa de Estados Unidos. La modernización y expansión de capacidades militares reflejan una "estrategia integral" que abarca diversos enfoques, indica el texto, incluyendo "el aumento en la producción de plutonio para armas nucleares" y "el establecimiento de medidas para abordar la seguridad marítima en rutas clave".
Estos elementos destacan la importancia de fortalecer tanto la ciberseguridad como la adaptación a amenazas emergentes, que frecuentemente se consideran no convencionales y representan nuevos desafíos en la seguridad global.
En este contexto, la guerra híbrida se puede definir como un conflicto multidimensional que combina operaciones tradicionales con desinformación, ciberataques, presión económica y el uso de actores no estatales, como mercenarios o paramilitares.
Su principal objetivo es desestabilizar a los adversarios al explotar sus vulnerabilidades sociales, políticas y económicas, generando caos estratégico mientras dificulta la atribución directa de responsabilidades en un entorno globalizado.
La ley aborda explícitamente estos desafíos, estableciendo políticas dirigidas a "fortalecer la integración de tácticas convencionales y no convencionales, lo que incluye un enfoque en operaciones militares, cibernéticas, informativas y económicas" para enfrentar escenarios complejos.
Esto refleja una visión clara sobre la necesidad de mejorar la capacidad de respuesta ante una variedad de amenazas en constante evolución.
Con ello, Estados Unidos refuerza su capacidad de respuesta en conflictos híbridos, reafirmando su apuesta por una combinación de métodos tradicionales e innovadores para mantener su hegemonía global.
Incluye la integración de capacidades cibernéticas y la cooperación internacional para enfrentar amenazas transnacionales, como crímenes organizados y desestabilización política en regiones estratégicas.
En cuanto a la industria militar privada, fomenta asociaciones con empresas privadas para desarrollar tecnologías emergentes, modernizar sistemas de defensa y fortalecer la capacidad militar a través de subvenciones y acuerdos cooperativos.
Promueve una relación estrecha entre el Departamento de Defensa y el sector privado, consolidando el papel de contratistas y corporaciones en la provisión de servicios y equipos críticos para operaciones militares.
El enfoque central de esta ley no es sólo garantizar la superioridad militar, sino también consolidar el control sobre regiones ricas en recursos estratégicos como minerales, agua y energía, así como infraestructuras clave para el comercio global, incluyendo puertos, vías férreas y canales interoceánicos.
Esta estrategia se alinea con las declaraciones de la excomandante del Comando Sur de los Estados Unidos, Laura Richardson, quien en un evento convocado por Atlantic Council 2023 destacó la importancia estratégica de América Latina debido a sus vastos recursos naturales.
Este panorama refleja la creciente militarización de las relaciones internacionales, donde el control territorial y económico se logra mediante una agresión permanente, ya sea a través de conflictos híbridos, guerras proxy o caos inducido.
Vale aclarar que una "proxy war" es un conflicto armado en el que una o más potencias apoyan, financian o arman a grupos, milicias o Estados en combate, sin involucrarse directamente en la confrontación. Este tipo de guerra permite que los actores principales influyan en el resultado sin arriesgar tropas propias o declararse formalmente en guerra.
¿Cómo impacta en América Latina?
Para América Latina, esta política representa una amenaza directa a su soberanía, dado que la región se encuentra en el centro de intereses geopolíticos estadounidenses debido a su riqueza natural y su posición estratégica en el comercio global.
Las implicaciones de esta política son profundas. La militarización de la región pone en riesgo la sostenibilidad ambiental y los derechos de las comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes, perpetuando una lógica neocolonial en la que los países son forzados a subordinarse a los intereses de Washington.
En la Patagonia, en el extremo sur de América, el presidente de Argentina, Javier Milei, anunció la construcción de una base naval en conjunto con EE.UU. Mientras tanto, en Chile, las fuerzas estadounidenses han liderado ejercicios conjuntos bajo el nombre "Southern Fenix 2024".
Asimismo, en las Islas Galápagos, en Ecuador, la presencia de tropas estadounidenses amenaza la biodiversidad del archipiélago, denunció una coalición de 50 entidades ecuatorianas e internacionales.
En Colombia, en la isla Gorgona, el avance de los permisos para la construcción de una base militar norteamericana vulnera derechos y pone en riesgo la biodiversidad. Y tampoco el Amazonas, reserva global estratégica para la vida, escapa a estas lógicas.
Estos casos evidencian una lógica neocolonial que subordina los derechos humanos y la conservación ambiental a intereses geopolíticos y económicos.
Frente a este escenario, América Latina debe articular una respuesta basada en la dignidad, la soberanía, la paz regional y la cooperación entre sus pueblos.
Es urgente avanzar hacia una agenda que rechace las imposiciones externas y priorice el desarrollo sostenible, la protección de los recursos naturales y el respeto por la autodeterminación de las comunidades.
La unidad de los pueblos étnicos, campesinos, mestizos, tanto urbanos como rurales en Nuestra América debe fortalecerse para enfrentar esta estrategia de dominación, en la que las decisiones sobre seguridad y defensa de los países latinoamericanos son dictadas por intereses estadounidenses y su control sobre regiones estratégicas.
El modelo militarista que busca imponer esta lógica de sumisión sólo puede contrarrestarse mediante una integración regional construida desde y para los pueblos, basada en la justicia social, la soberanía y la defensa de los territorios, el agua, la vida.