El 29 de julio, mientras el Reino Unido anunciaba que finalmente comenzaría el proceso para reconocer a Palestina como Estado, yo me encontraba en una videollamada por Zoom con una joven palestina licenciada en derecho que vive en el exilio.
Sus ojos estaban hinchados y su voz era serena, pero cargada de peso. Apenas unas horas antes, nueve miembros de su familia —incluidos varios niños— habían sido asesinados en un bombardeo israelí sobre el nuevo campamento de Nuseirat, en el centro de Gaza.
Sin embargo, ella no buscaba compasión y su resiliencia era impactante. Retomó su labor de documentar casos de tortura y desplazamientos masivos, material que recopilamos para llevar a los tribunales. Y, en voz baja, preguntó: “¿De qué sirve un Estado palestino si ya no quedan palestinos para vivir en él?”.
Mientras Reino Unido supeditaba su reconocimiento a un alto el fuego condicional, otros países, incluidos Francia, España e Irlanda, reafirmaban el suyo. Luego, el 30 de julio, Canadá anunciaba su intención de seguir la misma línea. Para muchos, significaba un giro diplomático.
Pero los palestinos conocen de sobra esta coreografía: el reconocimiento sin acciones no es justicia, sino más bien es hipocresía.
Canadá, incluso al prometer un reconocimiento simbólico, sigue vendiendo armas a Israel. Reino Unido habla de un Estado palestino, pero se niega a suspender sus exportaciones militares.
En ambos casos, el reconocimiento no parece un gesto moral, sino una vía de escape, un escudo para eludir la responsabilidad mientras se sigue apoyando la maquinaria de la ofensiva israelí.
Estas declaraciones, presentadas como parte de una iniciativa europea más amplia, pretendían demostrar que la solución de los dos Estados aún tiene valor simbólico dentro del orden jurídico internacional, pese a su derrumbe en la realidad.
Pero para los palestinos —que enfrentan hambruna impuesta en Gaza y una violencia colonial cada vez más agresiva en la Cisjordania ocupada—, estos gestos son vacíos. Son recordatorios crueles de que, mientras Europa proclama a Palestina como un Estado, no ofrece protección alguna a quienes están siendo eliminados del mapa.
La realidad para los palestinos es otra. Desde el 7 de octubre de 2023, Gaza ha sido escenario de una campaña israelí de hambruna generalizada, bombardeos aéreos y asesinatos masivos de civiles. En paralelo, Cisjordania ocupada se va fragmentando cada vez más debido a la expansión de los colonos israelíes y las redadas militares.
El reconocimiento, si no va acompañado de mecanismos de aplicación, se percibe más como una puesta en escena que como un avance: un ritual diplomático que reconoce soberanía sobre el papel mientras se ignora el exterminio en el terreno.
El largo legado imperial británico en Palestina proyecta hoy una sombra densa sobre su postura actual. En 1917, la Declaración Balfour —emitida sin consultar a la población árabe autóctona de Palestina— prometía “un hogar nacional para el pueblo judío” en una tierra que no le pertenecía.
Más de un siglo después, el Reino Unido ofrece un reconocimiento condicionado a los palestinos, pero solo si Israel detiene su genocidio. La lógica del permiso sigue fluyendo en una sola dirección: del colonizador al colonizado, del ocupante al ocupado.
La verdadera pregunta no es si Palestina cumple los requisitos para ser un Estado, sino si la comunidad internacional está dispuesta a respaldar sus palabras con acciones que hagan de esa soberanía algo real.
El Estado palestino ya está reconocido por el derecho
La condición de Estado de Palestina no depende de Londres, París ni de ninguna otra capital occidental. Su reconocimiento por parte de ellos simplemente ratifica lo que el derecho internacional lleva tiempo afirmando.
Según la Convención de Montevideo de 1933, un Estado debe cumplir con cuatro criterios objetivos: una población permanente, un territorio definido, un gobierno que funcione y la capacidad de establecer relaciones internacionales. Palestina cumple con todos ellos.
El difunto jurista James Crawford lo expresó con claridad en The Creation of States in International Law: “La ocupación o la disputa sobre fronteras no anulan la condición de Estado... el estatus estatal se determina por criterios objetivos, no por el grado de soberanía”.
Desde la Declaración de Independencia Palestina en 1988, más de 140 Estados —en su mayoría del Sur Global— han reconocido formalmente a Palestina. La Asamblea General de la ONU la ha admitido como Estado observador no miembro, otorgándole acceso a tratados internacionales y a la Corte Penal Internacional.
Y en 2004, la Corte Internacional de Justicia, en su opinión consultiva sobre el muro de separación construido por Israel, fue aún más lejos: afirmó que el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación es una norma erga omnes, es decir, una obligación que todos los Estados del mundo deben respetar. Un derecho que no puede ser suspendido por la ocupación, la anexión o el pretexto de unas negociaciones interminables.
En 2024, el juez mexicano Juan Manuel Gómez Robledo, en una opinión separada dentro de ese mismo caso, lanzó una advertencia que hoy suena más vigente que nunca: el reconocimiento no debe convertirse en un “sustituto de la acción concreta para poner fin a la ocupación”, ni servir como excusa para aplazar la soberanía plena de Palestina.
Sin embargo, ese es justamente el riesgo de esta nueva oleada de reconocimientos occidentales: declaraciones que invocan el lenguaje de la soberanía como un ritual diplomático, pero al mismo tiempo, que normalizan el proyecto de anexión israelí en lugar de desafiarlo.
Sin aplicación efectiva, sanciones, medidas legales y acciones concretas para desmantelar la ocupación, el reconocimiento corre el riesgo de legitimar un statu quo construido sobre la base del hambre, el despojo y lo que los expertos de la ONU ahora describen como apartheid y posible genocidio.
El reconocimiento sin aplicación se convierte en complicidad
Así, en ausencia de aplicación, las declaraciones de reconocimiento del Estado palestino —procedan de Europa o de cualquier otro lugar— corren el riesgo de funcionar como mera coreografía diplomática.
Calman las conciencias internacionales mientras dejan a los palestinos expuestos a una campaña de desposesión y aniquilación. Estos gestos suelen presentarse como intentos de resucitar la solución de dos Estados.
Sin embargo, ese marco ha quedado vacío mediante una estrategia deliberada.
A finales de 2024, el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, lo dijo sin rodeos: “Mientras yo esté al mando, no habrá Estado palestino”. El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich —arquitecto de la expansión de asentamientos en la Cisjordania ocupada— ha repetido su mantra: “No hay pueblo palestino; la tierra es solo nuestra”.
No se trata de provocaciones aisladas; son la doctrina que guía a un gobierno que continúa expandiendo asentamientos, fragmentando el territorio palestino y normalizando la anexión como política de Estado.
Un reconocimiento que no afirme explícitamente las fronteras de 1967, tal como exige la Resolución 2334 del Consejo de Seguridad de la ONU, no enfrenta esa realidad, sino que la consolida.
Al permitir que las fronteras sean tratadas como una cuestión negociable mientras los asentamientos se multiplican como metástasis, el reconocimiento —cuando no va acompañado de mecanismos de aplicación— se convierte en complicidad: una puesta en escena que imita la justicia mientras encubre crímenes atroces. El derecho internacional no admite esa ambigüedad.
La Corte Internacional de Justicia, la Asamblea General de la ONU y las Convenciones de Ginebra obligan a los Estados no solo a abstenerse de reconocer situaciones ilegales, sino a actuar para ponerles fin: mediante sanciones, embargos de armas, ejecución de órdenes de arresto de la CPI y medidas coordinadas para desmantelar la ocupación.
Los palestinos no necesitan otro “proceso” vacío, otro reconocimiento ceremonial envuelto en retórica occidental.
Necesitan un reconocimiento con consecuencias tangibles: el fin del asedio y de los asentamientos ilegales, la rendición de cuentas ante tribunales internacionales y la activación de medidas colectivas para detener la maquinaria de aniquilación.
Sin eso, el reconocimiento sigue siendo una máscara, una actuación que proclama la estatalidad en el extranjero mientras los palestinos son sometidos a hambre forzada, desplazamiento y al destierro de su patria.
Hasta que los Estados transformen las palabras en protección, justicia y responsabilidad, cada proclamación seguirá siendo, como ya lo saben los palestinos, un comunicado de prensa, y no un alivio.