Durante el verano de 2018, pasé un mes en Palestina para comprender con mis propios ojos aquello que los medios tradicionales denominaban “conflicto en Oriente Medio” entre Palestina e Israel.
Llegué a la ocupada Cisjordania junto a Andrea, un compañero de trabajo de origen palestino, nacido en Italia. Su familia fue desplazada –al igual que otros 300.000 palestinos– en 1967 por el Ejército de Israel tras la llamada Guerra de los Seis Días, o Naksa (derrota, en árabe). Un hecho histórico sobre el que jamás había escuchado, como tantos otros que Andrea me fue contando y que, por mi propia cuenta, fui leyendo, hasta que decidí visitar uno de los territorios más pequeños y más intensamente disputados de la geopolítica: Cisjordania ocupada.
Decidimos volar del Aeropuerto de Heathrow a Ammán, Jordania, y llegar a Cisjordania ocupada en autobús por el cruce fronterizo del puente Allenby. Desde la ventana podía ver rejas por todos lados, unos alambrados muy altos que recortaban la vista del desierto árido. El primer control para entrar a Palestina fue un golpe de realidad: la frontera era controlada por el ejército israelí. Las preguntas que mi amigo tuvo que responder eran, como mínimo, una bienvenida hostil:
一¿Dónde naciste?
一En Nápoles.
一¿Y tus padres?
一Son de Jordania.
一¿Y tus abuelos?
Este tipo de interrogatorio es lo más común cuando se trata de una persona de rasgos o apellido de origen árabe. Junto a nosotros, en la fila, varias familias palestinas regresaban de visitar a sus parientes en Jordania, donde residen más de dos millones de palestinos desplazados. Pese a la demora en el puesto fronterizo, alcanzamos a tomar uno de los últimos minibuses hacia Jerusalén.
Llegamos de noche a una de las ciudades de mayor trascendencia religiosa para cristianos, judíos y musulmanes; una ciudad cuya piedra y callejones angostos, de noche, le dan un encanto más allá de lo religioso.
A las 7 de la mañana despertamos, con un aroma a pan recién horneado a nuestro alrededor. Desandamos las estrechísimas calles de la ciudad antigua de Jerusalén para esquivar la carreta cargada de pan árabe, que rodaba hasta la entrada de la gigantesca Puerta de Damasco, una de los accesos más emblemáticos de la ciudad. Aquí, en la ocupada Jerusalén Este, se encuentran la mezquita Al-Aqsa, el Muro de los Lamentos y la Vía Dolorosa que recorrió Jesús. Sabemos que estamos en territorio palestino, pero por un momento estuve cerca de dudar: a donde mirábamos había banderas israelíes, que confunden a miles de turistas.
Esperaba encontrar souvenirs como la tradicional kufiya o la bandera palestina en el histórico mercado de la ciudad antigua. Le preguntamos a Abdul, un palestino barbudo de 60 años, sentado en un banquito de madera fuera de su tienda, por qué vende objetos religiosos exclusivamente del judaísmo.
“Aquí en Jerusalén, a los turistas no les gusta ver el ‘Palestina libre’”, nos explicó.
Hebrón, una ciudad militarizada y olvidada
Una semana después, decidimos viajar en bus a Hebrón, una ciudad palestina ubicada en la Cisjordania ocupada y una de las más antiguas de Oriente Medio. Caminamos envueltos en un silencio incómodo hacia la tradicional calle Al-Shuhada. Está asediada, militarizada, olvidada.
Duele ver la red que cuelga entre las tiendas de lo que hasta hace unos 20 años era uno de los mercados más vibrantes de la región. La red está ahí para proteger a los pocos comerciantes palestinos de las agresiones diarias de colonos judíos sionistas, que arrojan piedras para que los palestinos se vayan… de su propia tierra.
Abdallah, el guía, solo nos pudo acompañar hasta el checkpoint, uno de los 793 puestos que Israel controla y frenan la libre circulación de palestinos en la Cisjordania ocupada. Al ver a los desafiantes soldados israelíes, nos advirtió: “Mejor, los encuentro del otro lado de la calle”. Como palestino sin permiso para circular por esta área (denominada ‘H2’, administrada por Israel tras la partición de Hebrón en dos, en 1997), Abdallah debió hacer un largo desvío para continuar el recorrido por la ciudad. Nosotros podíamos cruzar libremente esta frontera invisible dentro de Hebrón, al igual que los colonos israelíes: teníamos más derechos que los propios palestinos en su territorio.
Ahora, en marzo de 2025, hurgo en mis notas, que sobrevivieron a mudanzas en distintos países, para evocar la ocupación de la que fui testigo años atrás. Las imágenes que hoy vuelvo a ver sobre las incursiones militares del ejército israelí en ciudades como Yenín, en la Cisjordania ocupada, confirman tristemente lo que me habían dicho los palestinos en ese viaje hace siete años: “Hasta no quedarse con toda nuestra tierra”, me repetían, “los israelíes no nos van a dejar en paz”.
El muro que habla
Recuerdo lo que viví una semana después, en la ciudad de Belén. Caminamos a metros de la Basílica de la Natividad, el templo que alberga la cueva donde, según la tradición bíblica, nació Jesús. Allí incliné mi cabeza hacia arriba y se me tensionó el cuello de tan alto que era: el muro del apartheid.
El muro es indisimulable, más alto que la propia estructura de la iglesia y lo abarca todo: fue construido por Israel en 2002 y declarado desde entonces ‘ilegal’ por la Corte Internacional de Justicia. Sin embargo, ahí está el concreto para separar los que tienen derechos de los que no. Los que cuentan para la comunidad internacional y los que pareciera que “valen menos que la bala que los mata”, o como diría el pensador y escritor uruguayo Eduardo Galeano: los nadies.
Pero aquí, de este lado del muro, las paredes hablan: sobre el concreto contemplé el rostro pintado de Ahed Tamimi, la joven palestina con sus “temidos” crespos rubios y sus ojos azules encarcelada durante ocho meses en 2017, a sus 16 años, por agredir a un soldado israelí. Su rostro me hizo pensar en los miles de jóvenes palestinos privados de su libertad con el pretexto de una “detención administrativa”. Su rostro, junto al graffiti de “Palestina libre”, vuelve esta monstruosa barrera inhumana de concreto un espacio de denuncia, de memoria y de resistencia.
Un campo de refugiados por dentro
Cabizbajos, llamamos a Musa, nuestro contacto, para visitar el campo de refugiados Aida, a pocos minutos del centro de Belén. Nos recibió en su casa con un fuerte apretón de manos. Musa es fotógrafo palestino y líder comunitario del Lajee Center, una ONG creada por jóvenes para asistir a refugiados palestinos. Le contamos nuestras impresiones sobre el muro: afuera se escuchan bocinas incesantes de autos desfilando por las calles cercanas a la ciudad de Beit Jala.
一¿Qué es ese alboroto?
一Están celebrando la liberación de un palestino.
一¿Por qué lo metieron preso?
一Por detención administrativa.
Lo dijo Musa como si fuera algo de todos los días: según la ONG Save the Children, cada año el ejército israelí detiene alrededor de 700 niños y niñas palestinas. A veces por insultar a un soldado, a veces por tirar piedras; la mayoría, por resistir la ocupación.
Desde las ventanas vimos el sol caer lentamente: Musa y sus amigos de Aida sugirieron ir a ver el atardecer. Sentados en una colina cercana, charlamos y tomamos café bajo la sombra de un olivo. A lo lejos, de frente, en medio de plantaciones de limones y de higos, sobresalía una torre de control: los soldados israelíes, con sus armas desafiantes, observaban. Ahmed, el mayor del grupo, apagó su cigarrillo y lo lanzó como si apuntara en dirección a los soldados. “Esos siguen su vida como si nada”, se lamentaba. “Están tranquilos, como si fueran los dueños de todo”.