NUEVA SIRIA
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La desestabilización como doctrina: la ofensiva de Israel contra la Siria en transición
Los últimos ataques de Tel Aviv contra Siria responden a un patrón conocido: usar la fuerza para debilitar a adversarios —reales o imaginarios— y evitar la estabilidad en los estados vecinos.
La desestabilización como doctrina: la ofensiva de Israel contra la Siria en transición
Los ataques de Israel en Siria siguen un patrón de desestabilización de los estados vecinos para impedir la estabilidad a largo plazo / AP
18 de julio de 2025

Mientras Gaza se desangra bajo los restos esqueléticos de niños famélicos y buscadores de ayuda abatidos en las filas del pan, Israel habla su propio idioma: no el de la diplomacia, sino el del fuego.

El pasado 16 de julio, mientras 81 palestinos más —entre ellos 25 que esperaban comida— eran asesinados en Gaza, Israel decidió cruzar una línea más: la de sus fronteras.

Aviones israelíes bombardearon la provincia siria de Sweida y los alrededores de Damasco. Los ataques, dirigidos contra infraestructura militar y centros de comunicaciones, no respondieron a ninguna amenaza inminente ni a una provocación. No fue una guerra por necesidad: fue una doctrina ejecutándose.

Una doctrina que los estrategas israelíes llaman “cortar el césped”: el uso rutinario y sistemático de la fuerza para debilitar a los enemigos —reales o imaginarios— y evitar cualquier atisbo de estabilidad duradera en los países vecinos.

Porque las guerras y la agresión suelen necesitar pretextos, aunque sean endebles. Estados Unidos invadió Afganistán con el argumento de la “guerra contra el terrorismo” e Iraq en nombre de la “democracia”. Israel, en cambio, ni siquiera se molesta en justificar. Bombardea Líbano, Yemen, Irán... y ahora Siria, un país aún tambaleante tras más de una década de guerra civil y en plena fase de reconstrucción postbélica.

Es precisamente en esos momentos de transición —frágiles y decisivos— cuando los expertos coinciden en que debe protegerse la paz, la reconciliación y el renacimiento institucional. Pero para Israel, la ausencia de una amenaza jamás ha sido obstáculo para iniciar una guerra.

Desestabilización como estrategia

Tras la caída del régimen de Bashar Al-Asad a finales de 2024, Israel activó una política calculada para impedir la reconfiguración territorial siria.

La ofensiva comenzó en los Altos del Golán ocupados, donde Tel Aviv amplió su presencia militar más allá de las líneas de separación establecidas en 1974. Rápidamente, la maniobra se transformó en una campaña coordinada de bombardeos aéreos, incursiones con drones y operaciones encubiertas.

Más de 600 ataques aéreos fueron lanzados en los 10 días posteriores al derrocamiento de Assad. Se destruyeron depósitos de armas, sistemas de defensa antiaérea y aeropuertos militares.

Para diciembre, las fuerzas israelíes ya habían ocupado la zona de amortiguamiento e ingresado hasta 12 kilómetros dentro del territorio sirio, donde colocaron minas, desplazaron civiles y establecieron posiciones avanzadas en abierta violación de las normas internacionales de posguerra.

Pero la agresión israelí va más allá de los misiles y los cráteres: moldea el terreno política y étnicamente. Uno de los pilares de su estrategia ha sido instrumentalizar a la minoría drusa siria.

Desde comienzos de 2025, Tel Aviv ha declarado su intención de “proteger” a las poblaciones drusas de Sweida y Quneitra, incluso amenazando con una intervención militar directa. Es una táctica conocida: disfrazar la agresión como tutela étnica.

Bajo esa retórica se esconde una campaña para armar y organizar milicias sectarias. El surgimiento del autodenominado Consejo Militar de Sweida (CMS) —un grupo armado druso respaldado por la inteligencia israelí— no es casualidad. Mientras los funcionarios israelíes lo presentan como una barrera frente a “proxies iraníes”, sobre el terreno erosiona la soberanía siria y aviva el conflicto interno.

Al fomentar divisiones étnicas y apoyar milicias autónomas, Israel convierte a Siria en un mosaico de zonas controladas, una táctica heredada de su experiencia en la Palestina ocupada.

Una doctrina del caos regional

Israel no reacciona a amenazas: las fabrica. Como actor regional impulsado por ambiciones expansionistas, su ofensiva actual responde a una visión a largo plazo de dominio territorial.

Lo que analistas de Oriente Medio han bautizado como el proyecto del Gran Israel —una combinación de sionismo revisionista y maximalismo de seguridad— no es una teoría conspirativa, sino una realidad operativa. En esta visión, los estados fragmentados del entorno no son daños colaterales: son una condición estratégica.

Israel ha reescrito las reglas de las relaciones internacionales. No negocia, bombardea. No habla, arrasa.

Desde Gaza a Damasco, Tel Aviv solo se expresa a través de ataques aéreos. Su discurso de seguridad es el ropaje de una violencia estructural. El genocidio en Gaza, los bombardeos en Siria y los asesinatos selectivos en Irán forman parte de un continuo de gobernanza militarizada cada vez más normalizado.

Cuando algún estado intenta levantarse —sea el tejido civil de Líbano o las instituciones de Siria—, Israel actúa para frenar el avance de su soberanía.

En el caso libanés, lo ha hecho atacando infraestructura civil y alimentando la inestabilidad con el argumento de contener a Hezbollah. En Siria, se ha convertido una transición frágil en otro frente de guerra.

Allí donde los gobiernos en transición requieren estabilidad y respaldo internacional, Israel ofrece fragmentación, sabotaje y ataques selectivos.

En el centro de esta política está Benjamín Netanyahu, un primer ministro cuya supervivencia política parece depender ahora de una guerra perpetua.

Acorralado por juicios de corrupción, la condena global por su campaña en Gaza y una opinión pública cada vez más escéptica en su país, a Netanyahu solo le queda una carta: la escalada. Con ella gana tiempo, evita rendir cuentas y se posiciona como “líder de guerra”. Una forma de austeridad política: menos soluciones, más bombas.

A nivel estatal, la estrategia israelí no es errática: es sistemática.

El proyecto del Gran Israel, anclado en una ideología territorial y en la búsqueda de “profundidad estratégica”, requiere un vecindario débil. Siria, Líbano, e incluso Iraq, deben permanecer divididos, desorientados y des-territorializados.

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El derecho como fachada, la guerra como política

El último ataque israelí sobre Siria no representa una desviación del derecho internacional, sino su instrumentalización. Estos bombardeos son una proyección de fuerza milimetrada, legitimada por una coreografía jurídica. 

Mientras la Carta de la ONU consagra la soberanía y la paz colectiva, Israel ha reconfigurado ese marco para convertir el Artículo 51 —el derecho a la autodefensa— en una licencia permanente para agredir preventivamente.

No es un abuso del derecho bajo excusas: es la exposición de su complicidad.

Desde hace décadas, juristas advierten que los marcos legales creados para regular los conflictos —como la proporcionalidad o la distinción entre objetivos civiles y militares— nunca han sido neutrales. Su aplicación depende del poder político, no de la doctrina legal.

Así, cuando Israel bombardea un Estado soberano durante su delicada reconstrucción institucional, lo hace sin consecuencias. No porque se hayan cruzado líneas rojas, sino porque esas líneas ya no existen.

La infraestructura humanitaria creada tras la Segunda Guerra Mundial se ha convertido en una performance: habla, condena, debate… pero no actúa.

Lo que debería despertar indignación global se ha convertido en un ritual administrativo.

La parálisis del Consejo de Seguridad ya no es una falla temporal: es una característica permanente. Las resoluciones de la Asamblea General se han vuelto teatro simbólico, sin capacidad de ejecución. Los tribunales internacionales, por su parte, no están inactivos por falta de mandato legal, sino por vacilación política.

La arquitectura legal internacional no colapsa por agotamiento técnico, sino por el peso de su aplicación selectiva.

La impunidad es el nuevo orden

Israel no opera al margen del sistema legal internacional: se ha especializado en sus grietas.

Como sostiene la jurista Noura Erakat, el derecho internacional ha servido históricamente a los intereses israelíes no por inercia, sino por intervención política directa.

Tel Aviv no solo acepta los marcos legales: los coreografía, los convierte en una puesta en escena de legalidad, los dobla hacia la impunidad y asegura su legitimidad no en las normas, sino en la repetición.

En Siria, la repetición de la fuerza por parte de Israel no es casual, es táctica. Al invocar la “seguridad” para justificar sus ataques transfronterizos, desmantela la norma fundamental de la soberanía.

Atacar a un Estado en transición política tras más de una década de guerra civil, que atraviesa la delicada arquitectura de la recuperación institucional, no solo sabotea su reconstrucción nacional, sino que traiciona los compromisos internacionales que Israel dice respetar.

Y al hacerlo sin consecuencias, confirma lo que juristas críticos llevan tiempo advirtiendo: que cuando la aplicación de la ley se debilita, esta deja de contener el poder y pasa a servirlo.

Los bombardeos sobre Suweida y Damasco no son anomalías; son vulneraciones estructurales. No se trata simplemente de ataques contra objetivos físicos, sino de atentados contra la idea de que las normas legales aplican también a quienes ostentan el poder.

Israel no desestabiliza la región a pesar del derecho internacional. La desestabiliza porque el derecho internacional ya no interrumpe, sino más bien, consiente.


FUENTE:TRT World
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