CULTURA
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De Arafat a Muzdalifah: cómo el Hajj nos enseña a caminar con humildad sobre la tierra
Arafat conmueve el alma. Muzdalifah nos devuelve al suelo. En mi segunda reflexión sobre el Hajj, abordo cómo las montañas y la tierra nos recuerdan que todo lo que llevamos es una responsabilidad, y la humildad es la única forma digna de sostenerla.
De Arafat a Muzdalifah: cómo el Hajj nos enseña a caminar con humildad sobre la tierra
Junto a más de un millón de musulmanes, nos reunimos en una montaña simple pero sagrada: Yabal al-Rahma, la Montaña de la Misericordia. / Reuters
hace 8 horas

La Meca, Arabia Saudí — El día 9 de Dhul Hiyya finalmente estuve en la llanura de Arafat. Ya no lo imaginaba: lo estaba viviendo.

El punto más alto del Hajj, en todos los sentidos.

Junto a más de un millón de musulmanes, nos reunimos en una llanura amplia y abierta, centrada en una montaña simple pero sagrada: Yabal al-Rahma, la Montaña de la Misericordia.

Y no es la única montaña importante durante el Hajj.

Diría que toda esta peregrinación gira en torno a montañas. No solo como paisajes físicos, sino como símbolos de fe, lucha, refugio y del peso que cargamos como seres humanos.

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El islam tiene una relación especial con las montañas. El Corán las menciona a menudo, no solo por su majestuosidad, sino por su humildad.

Hay un versículo que siempre recuerdo:

“Ciertamente, ofrecimos la Confianza (al-amāna) a los cielos, a la tierra y a las montañas, pero ellos se negaron a cargarla y sintieron temor; sin embargo, el ser humano la asumió. En verdad, fue injusto e ignorante”
(Surah Al-Ahzab, 33:72)

Esa amāna —la confianza— ha sido interpretada como el peso moral del libre albedrío, la revelación divina y la responsabilidad ante Dios. Las montañas, a pesar de su fuerza y estabilidad, la rechazaron. No por debilidad, sino por reverencia.

Aún así, nosotros la aceptamos.

Y a veces pienso que, sin embargo, las montañas siguen ayudándonos a cargarla.

Las montañas que guardan nuestras historias


Ahí está Yabal al-Rahma, en el día de Arafat. Los peregrinos la suben, se apoyan en sus rocas y suplican al Más Misericordioso.

O Yabal al-Nur, la “Montaña de la Luz”, donde el profeta Muhammad (la paz sea con él) se retiraba en soledad, lejos de la corrupción de la sociedad en su tiempo. En una cueva de esa montaña recibió las primeras palabras de la revelación.

O la Montaña de Thawr (Yabal Thawr), que se convirtió en refugio secreto durante uno de los momentos más difíciles en la vida del profeta. Mientras huía de la persecución en La Meca hacia Medina, se escondió allí junto con su amigo más cercano, Abu Bakr, evadiendo a quienes querían asesinarlo. Fue un momento de entrega total, con el peligro acechando justo fuera de la cueva.

También están las colinas de Safa y Marwa. No son elevadas, pero encierran una de las historias más potentes de maternidad, devoción y resistencia.

Allí, Hajar, esposa del profeta Ibrahim (Abraham) y madre de Ismael, corrió entre esas dos colinas siete veces en busca de agua para su hijo pequeño. Lo hizo sola, en un valle desértico, después de que su esposo la dejara allí por orden divina: una prueba tanto para él como para ella.

Sin señales visibles de sustento, Hajar no se detuvo. Corrió, buscó, oró. Y entonces Dios respondió: brotó agua desde donde yacía su hijo. Ese manantial es el pozo de Zamzam, que fluye hasta hoy.

Su perserverancia—sincera, incansable— fue tan valorada por Dios que su esfuerzo se consagró como parte del ritual del Hajj. Hoy, millones de personas caminan en sus pasos. No solo para honrarla, sino para encarnar su historia.

Una mujer, una madre, que estuvo sola en el desierto. Ahora es recordada por millones.

Incluso hay una montaña sin nombre en el Corán que guarda otra historia poderosa.

En el capítulo de Al-Kahf, se cuenta cómo un grupo de jóvenes creyentes se negó a adorar ídolos. Su fe era firme, pero su sociedad los perseguía. Escaparon y se refugiaron en una cueva de una montaña.

Allí, por voluntad de Dios, cayeron en un sueño profundo que duró siglos. Cuando despertaron, el mundo había cambiado. La opresión había pasado. Y su historia se convirtió en una lección eterna.

Más tarde, se les conoció como los Siete Durmientes. Dios no nos reveló sus nombres ni de qué pueblo venían. Lo que importa no es quiénes fueron, sino en qué creyeron. 

Y una vez más, una montaña estuvo ahí, como refugio para quienes decidieron cargar con la confianza.

Arafat, donde nos volvemos parte de la montaña

Y así, volvemos a Arafat.

Una montaña que antes era silenciosa, ahora está llena de voces que imploran misericordia.

Creemos que toda la creación glorifica a Dios, y en este día, nos unimos a ella. Nos volvemos parte de la montaña. Nuestros corazones se apoyan en ella, nuestras voces se elevan con ella.

Desde el mediodía hasta la puesta del sol, permanecemos de pie.

Y cuando el sol se oculta, se dice que nacemos de nuevo. Que nuestros pecados se han borrado. Que volvemos al estado de pureza con el que llegamos al mundo.

Abrazamos a desconocidos, susurramos amín a las súplicas de otros, lloramos con personas que apenas acabamos de conocer. A veces, escucho a alguien suplicando cerca de mí y digo en silencio: “Oh Dios, te pido lo mismo que este siervo tuyo. Se nota la sinceridad.”

Incluso en los momentos más íntimos, no estamos solos. Somos perdonados juntos.

Muzdalifah, la lección bajo el cielo abierto

Pero el Hajj no termina en Arafat. Ahí es donde se revela su sabiduría más profunda.

Al caer la noche, nos dirigimos a Muzdalifah, una llanura abierta bajo las estrellas, donde el profeta pasó la noche. Seguimos su ejemplo, paso a paso.

Muzdalifah quizás no sea tan conocida como Arafat, pero sus lecciones son igual de intensas.

Nos recibe con nada: ni tiendas, ni muros, solo el suelo. Colinas a lo lejos. Cielo abierto. Alfombras extendidas sobre la tierra y peregrinos descansando sobre ellas.

Sinceramente, no me lo esperaba así.

Si tuviera que definir el Hajj con una palabra, sería: humildad.

Cada paso te lleva de vuelta al suelo: literal y espiritualmente.  Y si pasas por alto una oportunidad de aprenderla, otra vendrá.

Aquí dormimos sobre la tierra desnuda. Sin almohadas ni techo. Solo la ummah y las estrellas. Nos acostamos junto a otros peregrinos, compartiendo el mismo polvo, el mismo aire, el mismo silencio.

Sé humilde, parece decirnos Dios.

Todo lo que tienes —tu salud, tu sustento, tu cuerpo, tu aliento— es un préstamo. Nada es tuyo. Todo es una amāna. Y algún día tendrás que rendir cuentas por ello.

Al amanecer, nos levantamos. Y con el nuevo día, comienza otra parte del Hajj: recoger piedras.

Desde el suelo de Muzdalifah, tomamos pequeñas piedras que usaremos para lapidar simbólicamente al diablo.

La tierra, que una vez se rehusó cargar la responsabilidad de la confianza, hoy nos ofrece las herramientas para cumplirla.

No arrojamos solo piedras a un símbolo.
Arrojamos piedras a nuestro orgullo.
A nuestro ego.
A nuestro olvido.

Expulsamos la misma arrogancia que, según la tradición islámica, llevó al diablo a rebelarse contra Dios.

“No camines por la tierra con arrogancia.
No podrás abrirla con tus pasos,
ni alcanzarás la altura de las montañas”
(Surah Al-Isra, 17:37)

Tal vez ese sea el verdadero mensaje del Hajj.

No se trata solo de completar un ritual. Se trata de dejarte transformar por él.

De ser purificado en Arafat.
De ser reubicado —literalmente— en Muzdalifah.
Y de recordar, en cada paso, de que no podemos solos con todo.

Las montañas, con toda su fuerza, rechazaron la carga que nosotros aceptamos.

Y aun así, nos sostienen —en silencio— en este camino.

Este viaje no es sobre logros ni grandeza espiritual.
Es sobre reconocer que todo lo que llevamos es un préstamo, y que algún día se nos pedirá cuenta de cómo lo tratamos.

Solo entonces comenzamos a entender lo que realmente significa volver.
No solo de un viaje.
Sino a nuestro propósito.


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