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El legado del papa Francisco para el Sur Global
Las lecciones de un papa que en lugar de imponer un dogma, eligió escuchar a los que pensaban distinto, que en vez de buscar la aprobación de los poderosos, dio voz a los oprimidos.
El legado del papa Francisco para el Sur Global
El papa Francisco nos enseñó que la verdadera fe se vive en los márgenes, escuchando y luchando por los más necesitados / AP
24 de abril de 2025

Ha muerto el papa Francisco. Ha muerto Jorge Mario Bergoglio, obispo de Roma, y sobre todo, ha muerto un hombre bueno. Es difícil usar esa palabra sin que tiemble. Bueno, no en el sentido blando y acomodaticio que a veces le damos, sino en el sentido profundo, antiguo, evangélico: bueno como quien se dejó vulnerar por el dolor del mundo.

Desde mi doble lugar de activista y de académico, he participado en encuentros sobre “Laudato Si’” y “Fratelli Tutti”, escuchando cómo su mensaje echaba raíces en territorios a menudo desoídos, en márgenes donde el cristianismo todavía respira su vocación más radical: estar del lado de los últimos.

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El papa Francisco, que caminó siempre por los márgenes, eligió un funeral sin corona ni cripta. De las periferias al papado, regresa ahora humildemente a la Basílica de Santa María la Mayor.

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Francisco fue, en muchos sentidos, el primer papa del Sur. No sólo por su procedencia geográfica, sino por su sensibilidad encarnada en la historia rota del sur global. Entendió desde la entraña lo que significa vivir en un mundo donde el desarrollo siempre llega tarde, donde la deuda no es sólo económica sino también existencial, donde el dolor tiene acento, y donde la teología, si no se hace carne, no sirve.

La elección del nombre Francisco fue desde el principio un gesto de ubicación simbólica. No sólo evocaba al poverello de Asís, sino que se dejaba habitar por esa radicalidad suya: caminar descalzo, rechazar el poder, besar al leproso, hablar con los pájaros, reformar desde la grieta. Esa grieta no era sólo institucional. Era también profunda. Y desde ahí, desde el Sur, Francisco habló al mundo.

“Laudato Si’” no es sólo una encíclica sobre el cambio climático. Es una carta dirigida al corazón herido de la Tierra. En ella, el papa recuperó lo mejor de la tradición franciscana y lo dejó vibrar en el lenguaje de la eco-teología. Pero no se quedó ahí: convocó a científicos, activistas, pueblos indígenas, migrantes, jóvenes. Denunció la tecnocracia, la idolatría del mercado, la acumulación sin sentido. Habló de la “cultura del descarte” con palabras que calaban hondo porque venían de alguien que conocía de cerca las periferias.

El papa Francisco mantuvo, a lo largo de su pontificado, una relación profundamente respetuosa y comprometida con los pueblos indígenas, a quienes reconocía como guardianes de una sabiduría ancestral amenazada por la modernidad extractivista. Su voz se alzó con fuerza durante el Sínodo para la Amazonía, donde escuchó —y no simplemente habló—, reivindicando la dignidad de las cosmovisiones indígenas, su derecho a la tierra, a la memoria, a una espiritualidad encarnada en el bosque, el río, los ancestros. No los trató como objetos de evangelización, sino como sujetos de diálogo, portadores de una “teología viva” que cuida la creación. Su crítica al colonialismo fue clara: pidió perdón por los abusos históricos de la Iglesia y denunció las nuevas formas de colonización cultural y económica que siguen arrasando sus territorios. En ellos veía no un vestigio del pasado, sino una promesa para el futuro.

Por eso, nunca pensó en abstracto. Su teología era situada, y por eso radical. Radical porque iba a la raíz, porque tocaba el humus —esa tierra común de la que todos venimos y a la que todos volveremos. “Laudato Si’” fue su forma de orar por el planeta, pero también de exigir justicia ecológica. No había en ella ingenuidad, sino una lucidez compasiva que interpelaba sin condenar. Estaba pensada para el Sur.

Por eso, uno de sus gestos más persistentes fue viajar a los márgenes. No sólo geográficos —Asia, África, las periferias de Europa— sino también simbólicos. Buscó al pobre, al migrante, al preso, al moribundo, al olvidado. No lo hizo por cálculo pastoral, sino por convicción profética. Estaba convencido de que Dios habita en los bordes, que la verdad no se decreta desde el centro, sino que se encuentra en los márgenes.

En cada viaje, Francisco se acercaba a aquello que duele, no para salvarlo desde arriba, sino para dejarse transformar por ello. Escuchar era para él una forma de amar. Por eso, cuando hablaba de los migrantes, no usaba un lenguaje burocrático. Hablaba de rostros, de cuerpos, de lágrimas. De padres que cruzan el mar con sus hijos. De mujeres que caminan por el desierto. De vidas que no caben en los números. Un revulsivo en tiempos de populismos xenófobos y de ultraderecha.

“Fratelli Tutti” fue su encíclica al mundo herido por la pandemia, pero también por el odio, por el racismo, por la polarización. En ella, Francisco soñó con una fraternidad abierta, desarmada, hospitalaria. De nuevo, franciscana. No una fraternidad ingenua, sino consciente del conflicto. Sabía que el mundo se está rompiendo por dentro, que hay fuerzas que buscan dividirnos, en nombre de la religión, de la nación, de la identidad. Pero él insistía: no hay salvación sin el otro. La diferencia no debía ser vista como amenaza, sino como posibilidad de reencuentro.

En su sueño de fraternidad, Francisco tejió el legado de Asís con la sabiduría del islam, el humanismo africano y el clamor de los pueblos del Sur, apostando por una espiritualidad del encuentro más allá de toda rivalidad religiosa. El histórico “Documento sobre la Fraternidad Humana”, firmado con el shaykh Ahmad al-Tayyeb, gran imán de al-Azhar, no fue un gesto aislado, sino una prolongación viva de “Fratelli Tutti”, donde el papa propuso un diálogo humilde y desarmado, reconociendo en el islam un interlocutor espiritual legítimo con quien compartir la custodia del mundo. Frente al conflicto, Francisco ofrecía una ternura lúcida, una política del encuentro, y una posibilidad concreta de reconciliación desde el Sur Global.

El gesto de Francisco no fue diplomático, sino profético: habló al otro sin temor, desde la herida compartida, no desde la superioridad. Creía que incluso quien cree, reza o viste distinto forma parte de nuestro destino común. En “Fratelli Tutti” y en el “Documento sobre la Fraternidad Humana propuso una ternura combativa, un diálogo humilde de Sur a Sur. No para borrar diferencias, sino para tejer hospitalidad mutua. Porque sólo desde ahí puede nacer algo nuevo. Francisco nos pedía, en el fondo, eso: que volvamos a mirarnos, que nos reconozcamos, que nos descubramos, otra vez, como hermanos.

Por eso, quizá su último gesto pontifical haya sido su voz por Gaza. En un mundo donde las grandes instituciones religiosas a menudo callan frente al poder, Francisco se atrevió a nombrar el dolor. No eligió la equidistancia. Denunció la masacre. Lloró por los niños muertos. Alzó la voz cuando otros preferían el silencio. No lo hizo desde el odio, sino desde la compasión. Porque sabía que la paz no es posible sin justicia, que la neutralidad frente a la opresión no es virtud sino complicidad. Gaza fue para él el nombre de una herida abierta, de un clamor que no podía ignorar. En ese gesto, el papa del Sur volvió a ser el hombre de Asís: despojado, fraterno, valiente. Como si, en sus últimos días, hubiera querido decirnos que la espiritualidad verdadera no se separa nunca del sufrimiento de los pueblos.

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El legado de Francisco para el Sur Global es inmenso. No se mide sólo en documentos ni en reformas. Se mide en el modo en que nos permitió pensar una Iglesia menos imperial, más sinodal, más encarnada. En el modo en que nos devolvió la palabra, a nosotros, los del Sur, los no escuchados. Nos enseñó que no hay contradicción entre la fe y el compromiso político, entre la oración y la lucha, entre el Evangelio y la tierra. Nos recordó que ser cristiano es un modo de estar en el mundo: con los pies descalzos, las manos abiertas y el corazón expuesto. Y nos hizo sonreír a muchos que no somos ni católicos, ni cristianos.

Ha muerto el papa Francisco. Pero ha quedado una llama encendida en el sur del mundo. No para idolatrarlo, sino para seguir caminando. Con su voz en la memoria. Con su ternura como brújula. Con su fe, no como dogma, sino como herida compartida. Porque, como él mismo escribió, “la realidad es más importante que la idea”. Y la realidad —esta realidad doliente, aún viva— nos sigue exigiendo amor.

 


FUENTE:TRT Español
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