AMÉRICA LATINA
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El abogado peruano que denunció a soldado israelí de vacaciones: El sur global "sentó un precedente"
Un soldado israelí, que festeja misiones explotando edificios familiares en Gaza, pasa sus vacaciones en Perú. Disfruta del sol y los ceviches. Hasta que un abogado reúne coraje y decide denunciarlo apelando al derecho humanitario internacional.
El abogado peruano que denunció a soldado israelí de vacaciones: El sur global "sentó un precedente"
El soldado israelí Adi Karni investigado en Perú por posibles crímenes de guerra durante sus vacaciones. / TRT Español
hace 13 horas

Lima, Perú - Desde niño entendí que hay dolores que no se ven, pero se cargan. Que hay colores de piel que pesan como una mochila maldita en ciudades donde el gris no solo es cielo, sino la ideología.

Nací en Lima, la capital del Perú, y allí aprendí que lo diferente se tolera de lejos. Que uno vale por cómo habla, cuánto tiene, de dónde viene, o a quién se parece. Y también ahí escuché a mi padre decirme con esa voz que mezclaba ternura y cansancio: “Con esa sensibilidad tuya vas a sufrir de grande”. Lo dijo como quien lanza una moneda al futuro.

Y, sin saberlo, definió mi destino.

Hoy, con cinco décadas a cuestas, abogado, a veces renegado de su profesión y como todavía se me califica “defensor de derechos humanos”, puedo confirmar lo que intuía en la infancia y se me graba cada día con más claridad: no todas las víctimas valen lo mismo. Es más, en algunos casos, la calidad de víctima es privativa de algunos –igual, ciertamente que la de victimario–.

Hay muertos que nos duelen más. Hay pueblos que merecen compasión, y otros que solo reciben sospecha.

Dos eventos del siglo pasado marcaron a fuego mi vocación. En las dos últimas décadas un conflicto armado interno desangró mi país, dejando más de 70.000 muertos y miles de desaparecidos. El germen de la violencia fue un Estado semifeudal que oprimía a los sectores más vulnerables para favorecer al poder. La injusticia provocó una reacción demencial de grupos insurgentes repelida con igual o más bestialidad por las Fuerzas Armadas. 

De los muertos civiles, hay un registro parcial. Tienen nombre y apellido. Son las víctimas con documento de identidad y generalmente originarias de las ciudades. Los campesinos y en general los pobres tuvieron menos suerte. Menos nombres y menos apellidos forman parte de esa “estimación proyectada” que completa el número de víctimas. Víctimas y víctimas.

Por supuesto que también, como todos, me estremecí con la historia del Holocausto judío: la maquinaria meticulosa del exterminio, las cámaras de gas, las vías de tren que no llevaban a ningún regreso.

La historia de esa barbarie me formó, me enseñó a desconfiar del poder absoluto, del silencio cómplice, del prejuicio institucionalizado.

Pero hoy, con esa misma rabia, veo caer bombas sobre Gaza.

Niños enterrados entre los escombros, madres que abrazan pedazos de sus hijos, un pueblo condenado por existir.

Y lo más escalofriante: ver que los verdugos son, esta vez, herederos de aquel pueblo víctima del peor crimen del siglo XX.

Una paradoja cruel. Pero real.

¿Cómo se explica que el mundo, que juró “Nunca más”, tolere esto?


¿Cómo se digiere que los países que exigieron justicia para Nuremberg, miren a otro lado cuando los aviones bombardean escuelas palestinas?

Fácil. Como diría el abogado y teórico político Carl Schmitt: hay amigos y hay enemigos.

Y los amigos se nos parecen.

Son occidentales, visten como nosotros, hablan nuestro idioma, y reciben cheques de la Unión Europea.

Los otros, en cambio, rezan distinto. Hablan distinto. Se visten distinto.

Y si se parecen tan poco, entonces, pueden ser enemigos.

Y al enemigo, se le teme.

Y al que se teme, se le borra.

Por eso, cuando me llamaron de la Fundación Hind Rajab, una organización de palestinos radicada en Bélgica que —como lo hicieran los sobrevivientes judíos hace 80 años— se dedica a buscar en cualquier parte del mundo a los responsables de crímenes atroces contra su pueblo, no lo dudé. Ni un minuto.

El día que denunciamos al soldado israelí de vacaciones en Perú

En el estudio jurídico que formamos hace seis años con Ronald Gamarra –icónico defensor de derechos humanos en Perú– tenemos por lema: “Defendemos causas justas”.  Y no había duda: este caso lo era.

Un soldado israelí, de vacaciones en Perú, disfrutaba del sol andino y los ceviches costeños, mientras circulaban videos y fotografías donde aparecía detonando edificios familiares en Gaza y celebrando, minutos después, entre risas y gritos, el resultado de su “misión”. Desde Bruselas me preguntaron si cabía la posibilidad de denunciarlo.

Convoqué a Francisco Macedo, otro gran abogado del estudio. A partir de ahí, invocamos el principio de jurisdicción universal, que obliga a los Estados que han firmado las Convenciones de Ginebra y el Estatuto de Roma a investigar, juzgar y, si corresponde, sancionar a los responsables de crímenes de guerra, sin importar dónde ocurrieron. Y, como consecuencia, le pedimos a la fiscal de la Nación que abriera una investigación.

No fue fácil.

La fiscalía peruana dudó. Titubeó como quien no quiere molestar al embajador de turno. Pero, finalmente, lo hizo. El pasado 6 de junio, una fiscal valiente emitió un dictamen en el que sostiene de manera explícita que se ha activado la jurisdicción universal. La que alguna vez le permitió a Inglaterra detener a Augusto Pinochet en Londres en un lejano 1998, por crímenes atroces cometidos en Chile. Mi hija estudia derecho en Santiago, la capital de Chile. Y justamente repasa en una de sus clases los instrumentos del Derecho Internacional Humanitario, que dan lugar a la necesidad de no mirar al costado cuando se trata de crímenes odiosos para toda la humanidad, aun cuando no se hayan cometido en el propio territorio ni que perpetrador o víctimas sean locales. Siento que esta coincidencia es un guiño que nos dice que desde nuestras más humildes trincheras hay espacio para resistir y rechazar el oprobio.

Y así, en este rincón del sur global, se sentó un precedente.

Uno pequeño, quizá. Pero vital.

Porque en un mundo donde la justicia es selectiva, cada acto de coherencia vale como un himno.

Quizá Adi Karni -así se llama el soldado israelí de vacaciones en mi Perú- ya no se encuentre en el país. La fiscalía ha pedido un reporte de sus movimientos migratorios y un documento con sus antecedentes. También ha solicitado información a sus pares brasileños, donde Karni también fue sometido a investigación antes de huir con el apoyo de la embajada israelí. Quizá siga la misma suerte, pero lo importante es que tanto en Brasil como en Perú la advertencia está instalada: quienes cometen crímenes de guerra en cualquier lugar del mundo, pueden ser investigados, juzgados y aun condenados en estos países mientras, como en este caso, viajen de vacaciones.

Karni, sus compañeros de armas y superiores, deben saber que sus crímenes no sólo los van a perseguir como fantasmas que asalten la tranquilidad en las noches, y enturbien la manera en cómo serán vistos por sus hijos cuando se llegue a imponer la racionalidad. Deben saber también que sus actos tienen consecuencias. Las mismas que ellos, sus padres o abuelos demandaron para quienes exterminaron a su pueblo. 

Cuando mi padre me lanzó de niño aquella sentencia, no sabía que estaba diseñando mi oficio, mi forma de mirar, mi postura ante el dolor ajeno. Hablo por teléfono con mi hija y siento que la historia se repite. Nos conmueve hablar de esto. Nos parecemos y nos duele.

Le confío que ambos podemos decir sin temblores: la barbarie debe ser condenada aunque la víctima se vea, piense o rece distinto de nosotros. Y sobre todo, aunque una voz hegemónica nos diga por quién o quiénes debemos sentir pena y por quiénes no.

Explicarlo es fácil porque —esto que muchos quieren llamar política exterior, o conflicto territorial, o guerra defensiva— es, en esencia, lo mismo que nuestro propio dolor. Una cuestión de humanidad.

 


FUENTE:TRT Español
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