En 2014, un niño palestino logró lo que parecía imposible: salir de Gaza. Había perdido a sus padres en un bombardeo israelí, vivía bajo ocupación, y nunca había cruzado las fronteras que lo encerraban desde que nació. Pero fue seleccionado por una campaña de la empresa catarí de telecomunicaciones Ooredoo, activa en Palestina, que organizó un viaje a España para que niños huérfanos conocieran a la estrella argentina del fútbol Lionel Messi.
En Barcelona, el niño jugó unos minutos con el astro, conversaron, se tomaron una foto y recibió un balón firmado. Luego volvió a Gaza. A los escombros. A la orfandad. A una realidad donde los sueños se apagan rápido, no por falta de esperanza, sino por la crudeza de la ocupación israelí que no da tregua.
Ese niño se llama Mohammad Hamad. Hoy tiene 20 años, vive desplazado con su hermano mayor Ameer y sus tres hermanos menores, sin casa ni protección, y sobrevive como millones de palestinos al genocidio más televisado y silenciado de nuestra era. En conversación con TRT Español, relata una historia que el mundo ya no debería ignorar: una infancia rota, una familia destruida, y una vida que resiste entre ruinas, mientras muchos de sus ídolos guardan silencio.
Infancia quebrada por los bombardeos israelíes
Mohammad tenía apenas 10 años cuando perdió a sus padres. Fue en 2014, durante los bombardeos masivos lanzados por Israel sobre Gaza bajo el nombre de “Margen Protector”. Aquella ofensiva duró 51 días y dejó más de 2.200 palestinos asesinados, entre ellos más de 550 niños, según datos de la ONU.
Entre las víctimas estaban su madre y su padre, asesinados en un ataque aéreo que también dejó gravemente herido a su hermano Nour. “Fue un shock que no podía comprender. Todo pasó muy rápido. El estruendo, el humo, la sangre y después el silencio”, recuerda en conversación con TRT Español.
Desde entonces, Mohammad, junto a su hermano mayor Ameer (ahora de 22 años), ha intentado ocupar el lugar de sus padres para cuidar de sus otros tres hermanos: Nour (17), Adam (15) y Lamis (13).
“Desde entonces siento un vacío, una gran falta, una sensación que me acompaña hasta hoy”, cuenta con voz pausada y dolida.
Fue su tío quien los acogió y los crió desde entonces. “Hizo lo imposible por sacarnos adelante. Pero el cariño de una madre, la mirada de un padre”, rememora, “eso nadie lo puede reemplazar”.
La orfandad no fue solo la ausencia de sus padres, sino una forma de vida impuesta bajo el asedio: aprender a sostenerse sin apoyo, a consolar sin tener consuelo, a crecer antes de tiempo y sin derecho al duelo. “Mis hermanos eran muy pequeños, no entendían lo que había pasado”, dice. “Cada uno cargó ese dolor como pudo, pero yo era el que tenía que mantenernos unidos, y ser el que no se rompe”.
Desplazamiento, abandono y supervivencia
En octubre de 2023, el genocidio reinició con una violencia aún más brutal. Gaza fue transformada en tierra de exterminio, con bombardeos sin tregua. Escuelas, hospitales, mezquitas, panaderías, refugios, nada quedó fuera de la mira. Millones de personas fueron forzadas a desplazarse, una y otra vez, sin rumbo ni destino.
“La idea de marcharte con niños, sin saber a dónde ir, fue de las cosas más duras que he vivido”, evoca Mohammad.
Huyeron sin maletas, sin ropa, sin certezas. Dormían sobre lonas, entre ruinas, bajo los drones. Con el cuerpo en vilo y el alma exhausta. “A veces pensaba que morir era más fácil que todo esto”, dice con una calma que estremece.
No recibieron ayuda de ninguna ONG. Ni instituciones, ni visitas, ni apoyo. Ningún organismo internacional se hizo presente. Gaza se convirtió en una fosa abierta, y la comunidad internacional se limitó a contar cadáveres.
En medio de ese abandono total, Mohammad hizo lo único que pudo: organizó una pequeña campaña de donaciones. Solo, sin recursos, sin red de protección. Con ese esfuerzo logró reunir algo de dinero para conseguir comida, agua y mantas para sus hermanos. “Cargas más de lo que puedes, pero tratas de mantenerte fuerte, para que tus hermanos no se derrumben”, dice repasando su vida.
Cifras que desbordan la comprensión
La historia de Mohammad es la historia de miles. Incluso antes de la actual ofensiva, Gaza ya acumulaba generaciones marcadas por la pérdida. Según UNICEF, más de 26.000 niños habían perdido a uno o ambos padres por ofensivas anteriores a 2023.
Desde entonces, la violencia ha adquirido proporciones históricas. Según el medio Al Jazeera, más de 39.000 niños han quedado huérfanos, y al menos 17.000 han perdido a ambos padres.
Más de 17.954 menores han sido asesinados, incluyendo al menos 274 recién nacidos y 876 bebés menores de un año, según DCI-Palestine. Más de 50.000 han sido heridos, muchos con amputaciones, quemaduras o daños permanentes.
El Ministerio de Salud de Gaza y Oxfam calculan que el total de víctimas mortales supera ya las 60.000 personas, entre ellas más de 6.000 mujeres.
Y aún así, puede ser peor. Un estudio publicado por The Lancet estima que el número real de muertos y desaparecidos en Gaza podría superar los 186.000, si se considera el colapso del sistema de socorro, las familias enterradas bajo escombros y la destrucción total de zonas enteras sin registros.
El viaje que encendió un sueño
En medio de tanto dolor, Mohammad conserva intacto un recuerdo breve pero inolvidable.
En 2014, tras la muerte de sus padres, fue uno de los seleccionado para participar en una iniciativa impulsada por la compañía Ooredoo, como parte de su campaña regional “Simply Do Wonders”. La propuesta incluía un concurso digital que ofrecía a niños de diferentes países árabes la oportunidad de conocer a Lionel Messi, embajador de la marca.
Y Mohammad fue uno de los ganadores. Por primera vez en su vida, salió de Gaza. Viajó con otro niño huérfano del enclave y se unió a un grupo de jóvenes de toda la región.
“Nunca imaginé que pudiera ocurrir”, dice aún asombrado. “Fue la primera vez que tomé un avión. Y la primera vez que dormí fuera de casa”.
Al llegar a Barcelona, recibieron la noticia: “Nos dijeron: ‘Messi los está esperando.’ Yo no lo podía creer”. El encuentro fue breve pero profundo.
“Me preguntó cómo me llamaba y de dónde era. Le dije que quería ser como él. Sonrió y me dijo: ‘Eres un campeón”.
Jugaron juntos, se tomaron una foto, y Messi le regaló un balón firmado: “Fue el momento más feliz de mi vida. Hasta hoy, sueño con que se repita.”
Una campaña publicitaria le devolvió, por unos días, lo que la ocupación le había robado: la sensación de ser un niño libre.
Hoy, el club donde Mohammad entrenaba ya no existe. Sus amigos han sido asesinados. Pero ese instante persiste.
“El fútbol era lo único que me daba alegría”, dice. “Todavía creo que un día volveré a jugar.”
Messi, Beckham y la distancia insoportable
Lionel Messi, embajador de UNICEF, realizó un único gesto visible desde su plataforma oficial: en agosto de 2014 compartió en Facebook una imagen de un niño palestino herido, acompañada de un mensaje en inglés y árabe. “Estoy profundamente entristecido por las imágenes que llegan del conflicto entre Israel y Palestina. Los niños no crearon este conflicto, pero están pagando el precio más alto. Este ciclo de violencia sin sentido debe terminar”, escribió.
La publicación fue eliminada al poco tiempo, pero muchos lo recuerdan aún como su única muestra de cercanía a la causa palestina. Para Mohammad, esa breve señal de empatía quedó como un eco distante.
El otro astro del fútbol David Beckham, también embajador de UNICEF, en casi dos años de genocidio, solo compartió una única publicación institucional sin añadir ni una sola palabra personal.
En junio de 2025, mientras Gaza ardía, Beckham fue oficialmente nombrado caballero por el rey Carlos III, en reconocimiento a su “compromiso con causas benéficas”. El mismo hombre al que el mundo honra por su trabajo con la infancia y la caridad, optó por guardar silencio absoluto mientras decenas de miles de niños palestinos eran exterminados.
Mohammad no espera nada de ellos. No reclama palabras, ni gestos. “El mundo nos olvidó”, dice con voz serena. “Sentimos que no existimos para nadie”.
El mundo lo olvidó, pero él sigue ahí: organizando comidas, cuidando a los suyos, sosteniéndose en lo que queda de Gaza mientras otros miran a otro lado. No hay escuelas, ni futuro, ni tregua. Solo infancia robada y días que se repiten con miedo.
A veces, una noche sin bombardeos basta para sentir que aún queda algo que proteger: una risa, una manta compartida, la ilusión —por frágil que sea— de que todavía son niños. Lo que queda en pie no es la compasión del mundo, sino la voluntad de unos niños de seguir nombrando a ese un lugar en ruinas su hogar.
