Sin duda lo habrás notado. Hay hombres y mujeres racionales en los principales medios de comunicación de Occidente que todavía permiten que figuras retóricas desgastadas habiten su lenguaje común cuando describen los demenciales horrores de Gaza, como si lo que ocurriera allí fuera una "guerra", usualmente un conflicto militar abierto y prolongado entre fuerzas armadas de dos naciones o grupos.
Lo que en realidad estamos presenciando en este enclave atormentado de 367 kilómetros cuadrados de tierra —antes descrito como un campo de prisioneros al aire libre y ahora como un campo de muerte al aire libre— no es, por supuesto, una guerra. Es la catástrofe humanitaria más angustiante del siglo XXI, que desafía el sentido compartido de moralidad inherente a nuestro diálogo global entre culturas.
No necesitamos describir estos horrores infligidos a los 2,3 millones de almas que “viven” –sí, esta palabra necesita ir entre comillas– en Gaza, un pueblo perseguido más allá de toda resistencia humana.
Ya conocemos estos horrores. Los hemos leído. Los hemos visto en nuestras pantallas. Y nos han conmocionado hasta lo más profundo de nuestra humanidad.
Dos mundos
Hoy el enclave que llamamos Gaza es un terreno arrasado cuya destrucción ha tenido una escala cartaginesca, donde los palestinos hambrientos no están ni vivos ni muertos. Ellos y sus hijos esqueléticos han sido descritos de manera macabra como "cadáveres que caminan".
Se les ve en los peligrosos centros de distribución de alimentos, donde soldados israelíes de gatillo fácil matan gratuitamente a diario a decenas de ellos, y donde su humanidad se ha reducido tanto que están dispuestos a morir por una bolsa de arroz, un litro de leche o un bidón de agua.
Sin embargo, a pocos kilómetros, al otro lado de la frontera, los supermercados están llenos de comida y las personas llevan una vida normal. Caminan por sus calles. Beben su café. Ven sus películas. Leen sus Torás. Visitan a sus dentistas. Abrazan a sus hijos. Escuchan música. Y hacen el amor.
Sin duda, se trata de dos órdenes de realidad cuya coexistencia espacial y temporal la mente se resiste a conciliar y la imaginación se niega a concebir.
Las preguntas nos asaltan.
¿Qué justificación tienen aquellos que niegan a los niños el acceso a los alimentos y les impiden satisfacer sus necesidades básicas? ¿Qué impulsa a un pueblo a infligir de forma calculada una y otra vez una crueldad indescriptible a otro?
¿Y qué lleva a israelíes aparentemente normales a dar un eco tan masivo de aprobación a los alaridos racistas de sus líderes políticos y militares, en lugar de apartarse de ellos con un asco incrédulo, reduciendo así lo que queda de humano en ellos y restaurando lo que hay de bestial? (Es un hecho triste que los israelíes progresistas siempre hayan fracasado a la hora de insinuar, y mucho menos imponer en la sociedad, el rigor humano inherente a sus convicciones).
Los escritores, como otros profanos, harían bien en abstenerse de participar en un debate como este que la comunidad terapéutica considera de su competencia. Pero debe de haber razones, aunque sean oscuras e inquietantes.
Un mundo con los ojos vendados
Una cosa está clara. Gaza arde. Su analogía es el infierno. Entonces, ¿por qué la conciencia global no ha obligado a las potencias a intervenir y a poner fin al genocidio en Gaza, a terminar las agonías inconmensurables de su pueblo? ¿Y si no es ahora, cuándo?
Muy simple: Estados Unidos, el autoproclamado “líder del mundo libre” y supuesto “creador e impulsor” de las relaciones internacionales, insiste en mantener su apoyo histórico —y notoriamente incondicional— a Israel.
Tanto es así que ha utilizado repetidamente su poder de veto para sabotear cualquier esfuerzo de otros miembros del Consejo de Seguridad de la ONU que busque a poner fin al caos en el enclave asediado.
Y los gobiernos en otras partes del mundo occidental han optado por convertirse en meros espectadores de ese caos, si es que no son partidarios encubiertos del mismo.
Sin embargo, allí no termina todo. Esa conciencia global ya se ha convertido en una fuerza a tener en cuenta, habiéndose transformado progresivamente —parafraseando la famosa observación del almirante japonés Isoroku Yamamoto sobre el ataque japonés a Pearl Harbor— en un gigante dormido, ahora despierto y lleno de una poderosa resolución.
Es cierto que el silencio con el que Occidente ha respondido a los horrores en Gaza puede haber generado serias dudas sobre la gravedad atribuida a los valores fundamentales del liberalismo occidental, mostrando que son una farsa.
Pero la mayoría en ese mismo mundo ha tomado ahora valientemente una postura en contra de sus gobiernos, viéndolo no solo como un imperativo moral, sino también como un medio para decir la verdad al poder. Y al adoptar esa postura, en efecto se dicen a sí mismos, los unos a los otros y al mundo en general que los seres humanos son cómplices de aquello que los deja indiferentes, porque al no alzar la voz, están dando indirectamente su aprobación al orden vigente.
Que no quepa duda de que las voces de estas personas han sido escuchadas.
Sus voces han resonado, con fuerza, claridad e impacto, incluso en Estados Unidos, tradicionalmente el bastión donde el apoyo a Israel solía ser robótico. De hecho, los signos de ese cambio ya son evidentes en encuestas públicas, incluida la más reciente del Centro de Investigaciones Pew.
Sí, más de 18.500 niños han sido asesinados hasta ahora por Israel en Gaza, un pequeño enclave de tierra reducido ahora a un lugar donde los muertos extienden sus manos para arrastrar a los vivos al abismo de sus fosas comunes, como un acto final de misericordia en un lugar donde vivir ha perdido todo sentido.
En cuanto a nosotros, los palestinos que, por un giro del destino, estamos “aquí”, alimentados más allá de nuestra necesidad, seguros en nuestras camas y en nuestras calles, protegidos del desorden en nuestra vida cotidiana, lo que ocurre “allí”, en ese pedazo de infierno, permanece indivisible de nuestra identidad y quedará tatuado, con tinta indeleble. Está grabado en nuestra memoria colectiva y permanecerá con nosotros por generaciones.
Y nuestros libros de historia dirán que ningún niño asesinado en Gaza fue jamás olvidado. Y ninguna brutalidad cometida allí fue jamás perdonada.